2. Los viajes a Lima
Los tres meses de despedida, o mejor dicho de trámites en la embajada española de Lima, se habían iniciado. Lokita y yo comenzamos a pegarnos más. Al menos eso pensaba yo, cuando quedábamos en vernos para ir al cine o a cenar o simplemente cuando iba a recogerla al instituto donde estudiaba su curso de edición fotográfica, las despedidas no eran cortas. Llegábamos a su casa, pasábamos más rato que antes en la sala, saludaba a su madre que lo que le faltaba de tamaño le sobraba en carácter. Creo que nunca llegué a caerle bien, por más que lo intenté, ella veía en mi algún tipo de sombra de desconfianza y yo veía en ella poca alma de madre, no nos detestábamos, pero cariño no nos teníamos, la respetaba por ser la madre de Micaela pero me jodía el poder que a veces tenía sobre ella.
Mi novia no tenía quince años, hace rato había pasado los veinte, pero tenía que solicitar permiso a su madre para salir conmigo un fin de semana a alguna fiesta de amigos o a una discoteca, nunca me metí en eso. Así estaban dadas las reglas de juego en su casa y yo no era quien para hacer que Micaela se rebele y mucho menos se escape un sábado por la noche tras haberle dado un diazepán mezclado en un café con leche hasta dejarla desmayada. Imagino que la mujer tuvo que utilizar una careta dura para criar a tres hijas y un hijo. Al marido lo echó por una infidelidad cuando Micaela era pequeñita. Mi novia, a temprana edad, observó cómo su madre sacaba maletas llenas de ropa del marido para ponerlas en la calle y que este, al llegar, no se sorprenda, simplemente las recoja y se largue con “la otra” como llamaba a la amante. Para Micaela su madre hizo bien, el escarnio público de papá fue justo, se lo merecía, mintió a su familia y esa casa de 3 plantas que habían construido juntos con esfuerzo ya no le pertenecía más a él. Lo echó como se echa a un perro lleno de enfermedades contagiosas.
A estas alturas creo que eso marcó el carácter de Micaela, cuando conversábamos de algún amago de infidelidad de algunos de nuestros amigos o amigas ella defendía a muerte y de manera arbitraria a las mujeres pero despotricaba de los hombres. Eso sí, nunca dijo palabrotas. Yo alucinaba con su manera de indignarse, tenía clase, mientras señalaba los pecados masculinos no escupía adjetivos soeces, simplemente concluía que muchos hombres pertenecían a ese tipo de seres que no saben que una mujer merece ser tratada como a un hombre, decía que los hombres somos más respetuosos con otros hombres y que quizás esa es la forma en que deberíamos ver a las mujeres, de manera horizontal, con igualdad.
Ya tenía listos mi pasaporte, mis antecedentes penales, mi documento de identidad nacional, mi libreta de notas del colegio y hasta había limado mis dedos para que se mi piel se renueve y así tener pulcras las huellas digitales si fuese necesario en el Consulado de España en Lima. Se venía el primer viaje. El diario protocolo con Micaela no cambió la noche antes de que yo inicie el primer viaje a Lima para tramitar mi visado de trabajo. Se desocupo temprano, fue a mi casa, comimos juntos, hicimos el amor dos veces, una en mi habitación y la otra… también. Era tan conservadora que una vez quise hacerle el amor en el baño y ella me dijo que ese no era lugar para algo tan bonito como entregarnos, no quería que ningún olor impuro manche el aire de esos instantes.
Yo siempre fui más osado, más atrevido, pero desde que comenzamos sentí que ella me puso un frac imaginario y, aunque desnudo, ese frac me limitaba en la mayoría de mis movimientos. Para Micaela el amor se hace en la cama, en una habitación, en las posturas más comunes, innovaciones las justas, no valían posturas de película porno (aunque ella nunca vio una pero se las imaginaba), esas posturas eran para las libertinas, las golfas, las mujeres de la calle. Cuando ella soltaba esos rollos y se refería a “esas mujeres” a mí se me ocurría que recordaba a la mujer que estuvo con su padre y que desencadenó los pequeños acontecimientos de limpieza de dignidad de su madre y la ruptura final.
Lo cierto es que tras esa apacible tarde de “hasta luego” la iba a dejar a su casa, volvía a la mía a guardar la ropa que me faltaba, me despedía de mi padre e iba a la agencia de bus. Esperaba la hora señalada mientras leía alguna edición pasada de la revista Caretas que algún trabajador desangelado situó en la sala de espera para pasajeros. Los puntos de partida y de llegada de pasajeros siempre me han fascinado, en instantes sucedían las más inéditas escenas. Individuos que al bajar no saben si han llegado a Trujillo o a otra ciudad por el frío que hace a esas horas de la noche, maridos desconfiados que llegaban de viaje de trabajo, estudiantes de universidades privadas que venían de Lima a visitar a la familia después de estudiar poco y reventarse en demasía el dinero que les enviaban sus padres. En esta agencia de buses de la avenida Ejército se formaban y se diluían decenas y decenas de historias cada día y cada noche, todo ello ante los ojos de los trabajadores y el hambre de pasajeros que tenían los taxistas que apostados en la puerta impedían la salida fácil de los recién llegados.
Sentado en una de las sillas de plástico que parecen una plaga que ataca el buen gusto, una silla blanca y sintética que es igual a todas las sillas que encuentras en diversas oficinas, pegado a la pared con la Caretas en las manos, esperaba yo. Quedaban treinta minutos para abordar el mismo bus que acababa de llegar, pero qué iba a hacer. Tenía la pésima costumbre de llegar con puntualidad a los lugares donde se me citaba, en un país donde si tus amigos te dicen que a las cinco se encuentran para tomar algo, ellos llegan a las seis en punto, y eso en el mejor de los casos, el caso en el que tus amigos te consideran y te aprecian, sino, pues a las siete están llegando sonrientes.
Pero para los papanatas como yo, la hora es la hora, no faltemos a la hora, a los pobres relojes que ya bastante tienen con ser confundidos con artículos de lujo. No tenía sueño, tenía ganas de estar en Lima, subir al bus, pestañear y aparecer en la horrible capital, ese monstruo de millones de cabezas, gris como ninguna, capital de la corrupción y el mal clima, epicentro del centralismo, el imperio del caos.
Mientras divagaba se iban llenando las demás sillas blancas, los pasajeros ya nos aprestábamos a subir, una niña de cabello rizado masticando un chicle se me acerca, me saca la lengua y en la punta asomaba el chicle desteñido, yo hago lo mismo, le muestro mi lengua y luego dejo aparecer mi cara para gente desagradable.
Sí, existen niños insoportables, pequeños demonios que no son adorables ni para sus padres. La niña se va y hace lo mismo con una abuela de gafas gruesas como capas de hielo amarillento, la mujer ni se inmuta, sigue mirando un punto fijo, no se ha enterado de nada. Un enorme operario va hasta la abuela, empuja su silla de ruedas hasta las escaleras del bus, la carga con facilidad y la sitúa en la cuarta fila, junto al pasillo. Después de esa escena todos los pasajeros miramos nuestros tiques de embarque, al parecer nadie quería ir con la anciana por temor a que le suceda algo durante el viaje, esas ocho horas infinitas que en teoría debería cogernos a todos durmiendo. Mi tique era el 25A. Nunca compraba billetes de bus que estén en las cuatro primeras filas, las estadísticas decían que los pasajeros sentados allí morían fijo.
Morir moriremos todos, pero al menos que me muera después de conocer Barcelona, después de disfrutarla y saber cómo era, también podría morirme después de visitar París y tras la experiencia de andar sin zapatos junto al Muro allá en Berlín, no estaría mal que me muera con el recuerdo en la mente de ese New York de Auster. Así y sólo así pues me daría igual morir. Matarme en un choque de bus en plena Panamericana Norte no es muy atractivo que digamos. Aparecer inerte tras el desbarrancamiento del bus en el fondo del Pasamayo maldito en la entrada de Lima tampoco es el sueño de un héroe urbano. Si no se sabe vivir al menos hay que saber morir. Y yo he tenido días en que me he preguntado cómo es que respiro sin pensar.
Los altavoces de la agencia anunciaban que “los pasajeros con destino a Lima deben abordar el bus de dos pisos en el andén 2”. Sólo habían tres andenes y sólo había un bus aparcado en ese instante. Difícil subir a otro bus y más difícil aún aparecer en Piura a causa de un despiste. El interior del vehículo olía a fresa artificial, lo habían rociado hasta el hartazgo con ambientador. Si moría en ese viaje habría sido por ahogo.
A mi lado se sentó una mujer cincuentona, de cabello castaño y cejas pintadas en exceso, yo rogaba porque no ronque durante el viaje, su gordura me hacía dudar. Iba junto a la ventanilla, siempre lo hecho, da igual en qué viaje, tren, avión o bus, yo pedía asiento junto a la ventana. Me es más cómodo comunicarme, que no conversar, con el exterior que con la persona que me acompañe en la ruta. Nunca sabes quien te va a tocar ni nunca sabes de qué te van a hablar. Cuesta hablar con extraños, pero siempre hay una excepción. Preferí cerrar los ojos hasta que los pasajeros hayan subido, hasta que el bus arranque, hasta que la azafata se calle tras haber dado las indicaciones de seguridad.
Mientras detestaba el café con leche que había tomado en casa antes de salir y que no me dejaba conciliar el sueño, planificaba en mi mente el recorrido que haría en Lima la mañana siguiente. Presupuestaba los gastos de taxis, de comida, de pago de trámites, un saldo por si necesitase ir a un hotel por alguna emergencia en ese viaje de sólo un día, una visita de médico a la ciudad de invierno perenne. En Lima las distancias han sido enormes siempre, era algo acojonante y acongojante a la vez. Imaginaba que para la gente limeña el deseo de querer llegar a casa se desvanecía cuando para hacerlo tenían que tomar microbuses para trayectos que podían durar hasta dos horas. En toda ciudad se puede ser feliz con mucho dinero pero Lima escapaba a la regla.
Guardé la billetera en el bolsillo de adelante y mis documentos en un folder dentro de una mochila a la que envolví con mis piernas. Me preparaba para el viaje pero un déjàvu me hizo abrir los ojos de golpe, sentado en esa posición, en ese bus rumbo a Lima me recordó los viajes que hacía para ir a ver a mi ex novia Ana Claudia. Yo tenía cuatro años menos, era más cobarde y temía mucho más a Lima pero viajaba a verla una vez al mes y no compraba los boletos de bus en una agencia de buses. Viajaba de ruta, tomando cualquier bus barato en el terminal de Trujillo, por lo general acompañado de gente humilde y de algunos sospechosos que en cualquier momento podían llevarse tu equipaje y sacarte la camisa sin quitarte el jersey, tal era su destreza. Podías darte cuenta que te habían asaltado cuando abrías los ojos a la realidad llegando a Lima. Yo ataba mi mochila a mis piernas, rogaba porque el bus de dos ejes perteneciente a una empresa fantasma que no pagaba impuestos no se estrelle, estaba claro que nadie en ese bus, ni el chófer, tenía seguro contra accidentes.
Ana Claudia era una chica dulce, no era delgada, con alguno que otro kilillo de más, su rostro era hermoso, y se enamoró de mí sin que yo me entere. Yo comenzaba la universidad y nunca pensé que alguien se fijaría en mi sonrisa. Al menos era lo que ella siempre alegaba como su principal motivo para embobarse conmigo. Ella se enamoró antes de mí antes que yo de ella. Siempre hay uno que se adelanta, pero no necesariamente es el que pierde. En este caso al final perdimos los dos. Ella se fue a vivir a Lima mientras estaba de novia conmigo y yo me creía superior a la distancia y decidí, ante la negativa de ella, continuar la relación de lejos. Amor de lejos, feliz la compañía de telefonía. Mis nulos ahorros no fueron problema para que me propusiese viajar cada mes a verla, quedarme en un hotel, sin ella porque su madre no le dejaba quedarse conmigo, y disfrutar al menos de varias horas juntos, horas de mucho amor que nos servirían de paliativo hasta el siguiente mes. Pero algo se torcía el final de cada viaje que yo hacía.
A pesar de viajar a Lima cada mes, con escaso dinero, con la paliza del viaje, llevándole cartas de sus amigos y regalitos míos, algo no la llenaba, algo no terminaba de confirmarse en sus adentros. Y me terminaba, me pedía tiempo, me decía que estaba reordenando su cabeza, sus planes, su vida, y al parecer en esa reingeniería yo tenía que esperar a ver qué decidía la niña. Resistí tres viajes y tres terminadas, me di cuenta que las personas enamoradas nos volvemos de papel, de plastilina. Y tras el tercer viaje le dije que se tome el tiempo que quiera, podía ser un millón de años. Lo que no le dije es que mi amor había caducado, con el alma laxa y vacía volví tras mi tercer viaje de Lima -cómo no detestar Lima tras todo esto-. Decidí centrarme en lo mío, decidí aprender a olvidar, labores imposibles de realizar, Ana Claudia era mi segunda novia y si con mi primera novia la ruptura fue traumática, con esta segunda no iba a ser fácil, no era una historia que cortaba el orgullo ni alguna infidelidad, era una historia incompleta que se terminaba por la distancia y por la inseguridad.
Un fin de semana hubo fiesta de la facultad, fiesta para recibir a los recién ingresados, una excusa descarada para buscar víctimas y quizás, y si hay suerte, encontrar novia. Las fiestas de cachimbo son para éso, para ver cuántas niñas guapas habían ingresado y comenzar a ligar, a tontear, a echar el maicito. Yo no bebía, pero la noche de la fiesta bebí un poco y comencé a coquetear con Lali, la mariposita de la escuela, la chica que se convertiría en leyenda por usar corazones de estudiantes enamorados como camisetas de verano. Al día siguiente, mientras pedía de rodillas a la resaca que se largue de una vez por todas de mi cabeza, sonó el teléfono. Ana Claudia sollozaba sin parar, me dijo de sinvergüenza hasta traidor, pasando por descarado y mentiroso. Yo no entendía nada. Qué injustas son las mujeres cuando quieren, qué caprichosas son las mujeres cuando quieren. Cuando le dije que ella podía seguir tomándose el tiempo que quería sentí el sonido de un gemido liberándose de sus labios y un pitido interrumpió la llamada para siempre.
Me acosté un rato a que se me pase la jaqueca, tomé dos aspirinas, cogí la mochila, cogí ropa para dos días y me largué al terminal de buses fantasmas. Me subí a uno de ellos, recé al dios de las carreteras para que no nos estrellemos, esperé dos horas más hasta que se llene el bus y arranque. El viaje era interminable, dormí dos horas solamente, una rueda se pinchó a la altura de Tortugas en Chimbote y pensé que subiría una banda de ladrones, todos enmascarados, para asaltarnos y dejarnos desnudos en plena carretera. El chófer cambió la rueda y seguimos nuestro camino. A 100 kilómetros de Lima llovía y el Pasamayo era una mandíbula dantesca que parecía no terminar nunca. No sabía si iba a ver a Ana Claudia por amor o por culpa, no sabía qué le había pasado, después del pitido ese la llamé dos veces y ella no respondía, me temía lo peor. Recordaba los viajes anteriores a Lima, llenos de amor, sin angustia, con deseos de verla y abrazarla. Recordaba las vueltas, lloroso, preguntándome que tenía esa muchacha que anhelaba verme pero que me destrozaba antes de regresar a Trujillo. Casi seguro que no me quería como yo a ella.
El bus llegó a Lima, imaginé que los viajes a Lima ya no serían los mismos después de ese entonces, eran las siete de la mañana y una llovizna muy fina se metía por las fosas nasales de todos excepto de los constipados. Cogí un taxi, desesperado le levanté la voz al chófer diciéndole que tenía una tía grave, que por favor avance, que me están esperando en el sepelio, el hombre presionó el acelerador y se apresuró. Llamé a la puerta de la casa de los tíos donde vivía Ana Claudia, lo primero en asomar fue su rostro, el aire se calló y la llovizna se secó en mi cara. Di dos pasos, crucé la puerta, me abrazó desesperada, yo me alegraba de verla viva, y recordé que soy algo paranoico. La besé, ella no dijo nada, ni “buenos días” ni “te he extrañado”, me llevó a su cuarto, caminé en punta de pies por precaución, no olvidaba que era temprano aún. Una vez dentro sacó la mochila de mi espalda, se quitó el pijama y se lanzó a mi bragueta como si fuese la primera vez. No sé si hicimos el amor, creo que ella me lo hizo a mí porque terminé desfalleciendo. Luego me dijo que no había nadie en casa, se habían ido a misa pero no me lo dijo porque le gustaba que yo hable bajito todo el rato.
Al recordar todo eso, un extraño cosquilleo sacudió mi cuerpo de cabo a rabo, de proa a popa. El viaje a Lima que iba a realizar no era más que el inicio de un viaje más largo, era el primer paso para la emprender la madre de todos los viajes. Ya no viajaba de ruta, ya no viajaba a la loca, las cosas habían cambiado. Ana Claudia estaba por casarse con otro y Micaela y yo nos íbamos a separar por una mujer que no era mujer pero que podría llamarse Barcelona. Nunca he sabido separarme de las mujeres que quise, más difícil será separarme de Micaela, ese ángel que me arrancó del desamor y me curó la emoción, cuando mi dignidad la llevaba en las grietas por culpa de Lali. Pensar en Lima da frío, ese aire marciano que se respira en la ciudad del eterno invierno me espera, para humedecerme la nostalgia mientras hago la cola en San Isidro para solicitar mi visado. Ya no había vuelta atrás, unos papeleos más y estaría cogiendo un avión con destino final la ciudad condal. Pensaba en echar un vistazo a los libros de catalán que mi madre trajo en una de sus visitas, mirar TV3 en la tele por cable, buscar en Internet vídeos o documentales de España, principalmente de Catalunya.
Llevaba un reproductor de mp3 en el bolsillo y me puse los auriculares para oír cualquier música y despejar la cabeza llena de personas, tan llena que estaban por salir por mis narices. Presioné on y comenzó a sonar “Nothing is gonna stop us now” de Starship. Al igual que los olores, algunas canciones podían lanzarme con violencia hacia un momento del pasado, sin clemencia. A veces lo agradecía, a veces lo lamentaba. Lokita siempre entonaba esa canción de Starship, en su inglés de nivel promedio su voz rompía la monotonía que había en mi habitación. Pensé en apagar el mp3 pero no lo hice. Subí el volumen, recliné el asiento, sentí el arranque del bus, las ruedas se despedían de la agencia, giré la cabeza para ver como algunos comercios cerraban sus puertas, segundos después yo cerraba los ojos… Let ‘em say we’re crazy what do they know… Put your arms around me baby don’t ever let go…
El segundo viaje a Lima fue de dos días y el tercero también de dos. De alguna manera generé anticuerpos al estrés de esa ciudad en la que sentía inseguridad en todos mis poros. Las tres visitas a la embajada certificaron mi capacidad legal para entrar a España con un contrato de trabajo. Mi pasaporte llevaba estampado un visado con el escudo de ese país y dos palabras encabezaban todo el texto escrito sobre una pegatina en papel moneda: Reino de España. Al recibir el visado en la tercera visita salía del recinto consular como si llevara un lingote de oro en mi carpeta, salí por Basadre mirando sin mirar. Era como si llevase bajo mi brazo una llave a otro universo. Saldría de dudas respecto al Viejo Mundo, aquella civilización de la que se habla en los libros de Historia y Geografía. Pensaba hallar algo de lo que muestran las enciclopedias de cinco tomos que compró mi padre en cómodas cuotas mensuales cuando yo era niño. Fotos hermosas de la Europa tan anhelada por emigrantes y aspirantes a escritores y artistas. Nunca supe de un escritor que hiciese carrera en el Perú, no conocí algún novelista nacional que haya escrito un bestseller o que haya podido vivir de la literatura en mi país. Debieron marcharse a otro lado, yo me iba para ser un inmigrante más en España, que para mí no era poca cosa, me iba a por un sueldo digno, a por una vida digna, como lo hacía la mayoría de peruanos. Trabajando como obrero podía ganar más que un abogado en mi país. Era injusto pero era así.
Micaela no pensaba tener hijos pero deseaba estar conmigo para siempre. Cuando era niño, yo pensaba que en mi adultez sería padre, pero con Micaela supe que eso no sería posible, ella pensaba adoptar y aunque me resistía a esa idea, la acepté. No hay nada que atormente más a una persona que pensar en su futuro, es algo que no podremos coger, que podemos adivinar hasta cierto punto pero que siempre trae invitados no deseados a los que debemos torear aunque estemos en contra de las corridas de toros. Las cosas que uno piensa a solas son simplemente alucinantes. Salí del consulado y veía a la gente llevar en sus manos maletines, bolsas de compras, carpetas, cuadernos, mochilas. Yo llevaba un visado, un acceso a España, tierra que no sabría cuánto tiempo me acogería.
No sabía si Micaela se tardaría en llegar a vivir conmigo. Por alguna razón no pensaba mucho en mi madre y mis hermanos, el desapego que sentía por ellos era algo que me culpaba y me avergonzaba, quizás debía echarlos más de menos, al fin y al cabo estaba por llegar a vivir con ellos y cuando llegase quería abrazarlos de corazón, con sentimiento, con el alma compungida por el reencuentro. Esa distancia emocional no era normal, sólo alguna vez llevé la foto de mi madre en la billetera, por un par de años, luego dejé de hacerlo. Sólo llevaba la foto de Lokita, desteñida en los bordes por el movimiento del cuero sobre la superficie del papel kodak con su retrato. Me gustaba ese desgaste de la foto en los filos, le daba un estilo vintage, nunca besé esa foto cuando estaba allá. Lo haría cientos de veces cuando ya estaba en Barcelona.
* Esta novela está basada en hechos ficticios. En ningún momento representa hechos reales.
* Esta novela fue enviada a diversas editoriales. En ninguna se llegó a concretar su publicación.
* Todos los derechos reservados.