lunes, marzo 15, 2021

En la planta de tus pies. Capítulo 5.

5. Llegar sin que ella lo sepa

novela En la planta de tus pies
Cielos sin geometría en Barcelona.

Llegué sin valor, lo dejé en el asiento, bajo la manta, junto a la ventanilla que se había quedado allí mirando al mar Mediterráneo, ese azulado ser viviente que sólo mira la ciudad y que se limita a darle alma, como si eso fuese poco. De modo que bajé con las maletas para que me las arranchen mi madre Flo, mi hermana Paula y mi hermano Marco. Sólo les faltaba saltar pero su semblante antilatino se limitó a emocionarles con lágrimas y besos mil.

Barcelona no se daba cuenta que había llegado, era solo un brote de rocío en su espalda, en su nuca, por eso no se enteraba de nada, no supo decirme “buenos días corazón”, y calló porque aún no me conocía. Yo estaba en el aire aún, mi esencia iría llegando de a pocos, el teletransporte del alma no es tan sencillo, cuesta, tiene su proceso, seguía abrazado a Micaela, y ella no me soltaba. Sin angustia, con esperanza, una estela cósmica se arrastraba hasta el Airbus de KLM.

Las lágrimas de mamá con sabor eterno y los apapachos de mis hermanos me encogieron, parecía el benjamín de la familia, el menor de todos, estaba apabullado de cariño. Mi familia tenía la capacidad de hacerme sentir muy grande o muy niño, siempre todo fue bipolar, como yo. En realidad yo todo lo recibo bipolarmente, o muy bien o muy mal, lo que implica una cruz bastante jodida, mi utopía era el equilibrio, aunque nada se sentía mejor que caer porque te lanzaste y no porque te empujaron.

Añoraba la mejilla de bizcocho de mi hermana, la navidad de mamá y la chispa de barrio de mi cholo, aunque nunca hemos sido unidos, siempre ha servido de colchón estar juntos.

- ¿Qué hacemos en este país?- pregunto con sorna

- Trabajando mucho mi amor, ¿fue pesado tu viaje, comiste algo? ¡Traes una cara!- sentencia mamá.

- ¿Ya comenzamos Flo? Si me vas a tratar así me iré ni bien llegue eh.

- ¿Y cómo se quedó mi padre, Santi?

- Llorando a mares delante de todos.

- Si así hubiese sido siempre quizás ni estuviésemos aquí- apunta Marco.

- Ya, pero ahora estamos todos aquí y él está allá solo.

Flo hace un gesto de lástima y de fastidio a la vez, sólo ella puede generar esos mohines con doble mensaje, he llevado años intentando descifrarlos, cuando estaba enfadada yo juraba que estaba preocupada, y viceversa, nunca acertaba, por lo cual varias recibía respuestas sorprendentes.

Cogemos el tren y mientras conversamos la conversación que se le conversa a un recién llegado, yo, como siempre, sea bus, tren, avión, tomo asiento pegado a la ventanilla viendo a ver si Barcelona ya me vio, pero nada. La miro yo, con detalle e insomnio, con delicadeza, es hermosa, tiene ese algo y muchos algos más que luego me envolverán para siempre.

Mi padre siempre será una asignatura pendiente para todos, una herencia clavada en el recuerdo, una zanja en los buenos hábitos y una piedrita pequeña pero que molesta la punta de los dedos al caminar. Es más que los genes que compartimos.

Propera parada L’Hospitalet de Llobregat, dice por los altavoces una mujer con voz de sonriente narradora de noticias y algunos comienzan a envolver revistas, diarios y a colgar de sus hombros oscuros bolsos. Música de Mozart se escurría por las paredes internas del vagón, notas que se entibiaban al chocar con la calefacción y daban una sensación de comodidad a los que tienen buen gusto. Al llegar a un lugar es inevitable comparar, uno se la pasa contrastando lugares, calles, palabras, sonidos y sabores, del Perú sólo añoraba a las personas, de momento.

Marco se para con una de mis maletas en la mano y se acerca a la puerta, con un hombro nos dice que vayamos, la próxima parada es Plaça Catalunya y allí creo que Barcelona sí se dará cuenta de mí, pienso. Todos bajamos raudamente, nosotros y decenas y decenas de viajeros buscan la garganta de salida de la Renfe. Los comercios transcurren a su ritmo, nadie se ha percatado de mi llegada, me da igual, sólo que ella me sienta entrar en su aire me bastará. Finalmente las escaleras eléctricas me llevan en un travelling diagonal hasta el suelo de cemento cardiaco de la plaza más encontrada de la ciudad condal. Y allí, por un instante, sentí que Barcelona me miró de reojo.

Los detalles, que envolvían ese cuadrilátero irregular y surrealista rodeado de historias convertidas en edificios, eran alucinantes. Caminamos hasta el Café Zurich, y lo que quiero es leer los diarios, curiosamente encuentro titulares en alemán, francés e italiano, toda la prensa europea se acurrucaba en delgados estantes de metal en el inicio de la garganta de La Rambla. Buscamos un restaurante para comer algo, unas rubias inglesas sonríen con efervescencia londinense y no se enteran que yo las miraba absorto. Todo es nuevo, me siento como una cámara fotográfica que quiere captar escena tras escena de su llegada a ese lugar, del cual nunca podrá escapar aunque se mude. Pero en ese momento no podía ni imaginarlo.

Brindamos con zumos y fanta, el sol brillaba en los botellines de las bebidas pero más brillaban nuestras sonrisas de alegría, las pupilas de mi madre irradiaban plenitud y yo quería llegar al piso para llamar a Micaela y decirle que he salido vivo del viaje de 16 horas que realicé, incluido el puente aéreo.

Volvemos a tomar el tren de Rodalies y la mitad del viaje es sólo playa, el tren se desliza sobre las olas, prácticamente, me pregunto si esto es verdad, los catalanes sí que desafían al mar. Badalona, Montgat, Masnou, palabras que suenan extrañas pero divertidas, sobre todo Montgat, suena como el nombre de un juego para niños de barrio y recuerdo que hace un par de días estuve en mi barrio y el jet lag me pasa factura.

No muy erguidas parejas de jubilados caminaban por la playa, raudos ciclistas pedaleaban con cautela entre los viandantes y una niña de cabello muy claro caminaba sin coger a sus padres de la mano. Por alguna razón, de rato en rato yo giro para ver la distancia a la que la vigilan, cuando intento saber finalmente qué pasó el borde de la ventana del tren cierra el telón de ese cuadro playero.

Bajamos en una estación muy pegadita al mar, más aún que las anteriores, yo llevaba una maleta grande mientras mis hermanos y mi madre me ayudaban con las otras. Fue cuando me concentraba en comenzar a bajar con cuidado las escaleras que llevaban al pasadizo subterráneo que sentí cómo pequeñas gotas del Mar Mediterráneo

salpicaban sobre mi frente, esa agua me iba a acompañar por varios años, a diferencia del mar de Huanchaco al que nunca sentí mi aliado. El Océano Pacífico nunca tuvo paz en su oleaje y si a eso le sumamos que nunca aprendí a nadar, tenemos los dos grandes requisitos que hacían de mí un bañista imposible.

Había llegado a Premià de Mar, finalmente conocía ese pueblo al que siempre dirigía las cartas que enviaba a mamá, cruzamos la autopista y una prolongada vereda subía varias calles hasta perderse entra las ramas de los árboles que flanqueaban la ruta. El tacatá-tacatá de las ruedas de las maletas era la monótona banda sonora que acompañó mi llegada, gente totalmente distinta a mí, con la piel más clara aún y chaquetas generosas en calor desfilaba entrando y saliendo de bares y cafés en la Riera, así se llamaba esa calle tobogán.

La subida fue corta, 6 calles pequeñas y ya estábamos en la Gran Vía y allí es cuando mi madre se detiene, mira un edificio de color beige y me dice, “hijo, en el tercero está tu casa, contigo estamos completos”, y cuando culminó esa frase no recordé a mi padre pero sí a Micaela. No supe si sonreír, o sentir vergüenza después por haber olvidado a papá o sentir nostalgia por añorar la llegada de mi novia. Mientras pensaba y sonreía para que mamá sienta que su frase me caló, me caló pero no cómo ella esperaría, cruzo la pista mientras un auto baja la velocidad para que yo pueda andar sin pausa, qué agradable sorpresa saber que aquí sí respetan a los peatones.

En casa había jamón serrano, aceita de oliva, cava y un pastel. La revolución gastronómica de mi día había comenzado de golpe, disfrutamos de la comida, fui abriendo las maletas con las cosas que me habían pedido, la mesa principal y la de centro resaltaban con los coloridos empaques de chocolates y golosinas que mi familia me había pedido traer en lista. Felices disfrutaban de esos sabores de su infancia. Prendí la tele y busqué los canales catalanes, quería comenzar con mi adaptación lingüística ipsofacto, no pude, no me dejaron. “Santi, ¿cómo se quedó mi papá? Llorando seguro”. Se quedó llorando como un niño, les conté los detalles de esa última despedida y se apenaron, en el fondo no, un poco más, en el sobrefondo, todos queremos a papá, sólo que nunca entendimos algunas de las cosas que hizo.

El resto de la noche fue una peruanísima charla, todos deseaban cómo estaba la economía y la política del país, ávidos me escuchaban los tres, mi madre me daba la razón en todo, mi hermano me daba la contra y mi hermana intentaba conciliar sin éxito todas las opiniones.

Llamé a Micaela para contarle que el avión no había sido secuestrado y que tampoco había llegado por error a Berlín, la ciudad que me añoraba aún sin conocerme, ella supo que bromeaba para romper el dramatismo de la primera llamada desde ese lado del mundo. Me contó todo lo que había hecho desde que se levantó, esa era su forma de decirme que no me preocupe, que confíe en ella, que siempre me contaría sus pasos. Yo finalicé la llamada asegurándole que al día siguiente iba a ver la forma de conseguirle un contrato de trabajo para que pueda estar conmigo lo más pronto posible.

Plenos de tanto comer, ordené la ropa abrigadora en el armario de mi nueva habitación, vendría más frío aún y sabía que esos jerséis y vaqueros que traje no iban a protegerme del frío barcelonés. Pasé de vivir de una ciudad con temperaturas de invierno de 16° a una donde en los días álgidos se podía llegar a -2.

Estuve hasta las 3 de la madrugada sin pegar pestañas, el jet lag, la incertidumbre del éxito o fracaso en este nuevo lugar, la nostalgia por Micaela, fueron algunas de las mareas que hacían naufragar mi equilibrio. A pesar de todo llegué a una conclusión, muchos darían lo que fuese por estar en Barcelona y respirar todos los días de esta ciudad que parece reinventarse cada día y en la que daba igual cuánto tiempo me quede o cuán bien pudiese hablar el catalán, siempre sería un extranjero.

“BAR-CE-LO-NA”, pronuncié en mi habitación, como si quisiera recibir alguna respuesta, como si se tratase de una mujer a la que primero le susurraba desde lejos pero a la que ahora la miro a los ojos porque ya la tengo frente a mí. Mi vida no estaba acostumbrada a la felicidad pero esta vida tenía a favor la sorpresa de descubrir cómo iban a ser los días, las semanas y los meses posteriores. Ya correspondía centrarse en la primera tarea, buscar trabajo.

Antes de acostarme salí de mi habitación y fui a la sala, me asomé a la terraza y sentí el fresquito de la madrugada, había pocas estrellas pero la luna estaba colgada allá arriba, a veces la encontraba sin buscarla, a veces la buscaba y nunca estaba, no era de ver en el calendario los cuartos menguantes ni crecientes, había noches que simplemente debía estar allí. Desde que vi la luna más bella de mi vida, una perfecta esfera del tamaño de una casa, allá sobre la lejana vivienda serrana de mis abuelos en las montañas andinas de Cajamarca, desde entonces supe que mi vida iba a ser la permanente búsqueda de mi Luna, de esa mujer que me iba a acompañar todas las noches. En ese entonces mi Luna estaba a miles de kilómetros y 7 horas más atrasada que la hora de España. Vi que Premià dormía, ni un alma pasaba por la calle, volví a ver a la Luna, y la vi más menguante aún, pero con un matiz dorado… o rubio.

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