viernes, septiembre 17, 2021

En la planta de tus pies. Capítulo 9

9. Llegada y búsqueda con Micaela


No llovía, no recuerdo qué mes era, hace buen tiempo que mi cerebro bloquea todo mes que no sea abril o noviembre, ese cielo tenía pinta de ser el techo de un marzo inquieto. Micaela llegó en un vuelo de Iberia que no se retrasó ni un solo instante, todo lo contrario, se adelantó 15 minutos.

Empujando el carro con las maletas la vi acercarse, yo, con más entusiasmo que mi madre y mi hermana –a mi hermano le da igual quién llegue–, recuerdo haber besado a mi chica suavemente. Por pudor nunca había podido ser expresivo frente a mamá. Además, siempre he creído que es algo cruel ser feliz delante de otros que, nunca se sabe, no lo son como tú en ese instante.

Salimos del Prat a buscar un taxi, de 50 euros no bajaría el servicio hasta Premià de Mar. Hasta ese gasto lo tenía presupuestado para la llegada de Micaela.

Por la noche fuimos a cenar a un restaurante chino, probó sabores que no tenían nada que ver con los restaurantes chinos de Perú, llamados chifas, y que tienen más intensidad y picante que los de España.

La primera noche sólo dormimos de lo exhausta que estaba. La segunda, tenía por seguro que mi familia me detestó por todo el ruido hecho en la habitación. La abstención había sido larga.

Vivir con ella era la etapa que nos faltaba experimentar, aunque en esa oportunidad incluía a mi madre y hermanos. Uno no cree que se desaten pequeñas guerras internas en casa. Los primeros meses fueron de adaptación, más por parte de ella que de mi familia.

Descubres que tu madre puede ser un mar de bondad pero a tu chica la verá siempre con cierto aire de intrusismo, no el necesario como para espantarla, pero se nota en el aire esa tensión. Una tarde le dije a mi chica que se ponga cómoda para salir, nos íbamos a un lugar que ella amaría.

Cogimos el tren de cercanías y luego el metro en Plaza Catalunya, rumbo a Plaza Espanya. Ya comenzaba el verano y las fuentes de Montjuic con las vistas a toda la ciudad eran algo que quise ver junto a ella.

Sonrió como una niña y olvidó que a veces la tecnología la agobia pues cogió el móvil para hacer mil fotos. De todos modos yo había llevado la cámara fotográfica para captar escenas que irían directamente a mi fotoblog Barcelona Daily Photo. Un pasatiempo que ocupaba buen tiempo de mis ratos libres.

Caminaba raudamente hasta estar lo más cerca posible a la fuente más grande. Mientras me llevaba de la mano se oía la música de fondo que generaba el baile de los chorros de agua por lo alto. Su nariz de triángulo perfecto se humedecía con cientos de microgotas y brillaba y yo sentí que la quería más, por estar allí, por haberme seguido, porque era una compañerita entrañable.

Los ahorros darían para unos meses más, había que pagar nuestra parte del alquiler del piso y de los servicios. Todo lo cubría yo, era algo que ya estaba previsto.

La adaptación de Micaela en la ciudad era como la de un perro cuando vuelve al bosque, natural y nada traumática. Me sorprendía que no extrañe a su familia, no cómo lo harían otras personas. Nunca lloró a mares ni se rompió pensando en su madre, tuvo un par de días de nostalgia, pero los llevó con hidalguía.

Y aunque noté algunos gestos sutiles de diferencia entre ella y el tándem entre mi madre y mi hermana. Lo asumí como el paulatino engranaje de sentimientos entre mi chica y su familia política, con el tiempo se llevarían de maravillas.

En casa había una habitación para nosotros, en otra dormía mi hermano y la tercera era compartida por mi madre y mi hermana. El piso era mediano, acogedor, una ventana del salón y otra de la habitación de mi madre tenían vista a la Riera de Premià. Al frente, una linda explanada permitía que el sol, a sus anchas, entre todas las mañanas por aquellas ventanas. Un balcón contiguo al salón era otra entrada de luz y aire, la atmósfera del piso era única. Sólo podría ser arruinada por la mala vibra de quienes vivíamos allí. Un escenario poco probable, hasta entonces.

Lo que tocaba era buscar trabajo.

- Entonces me di cuenta de que aún no valen mis estudios por esa razón- le explicaba a Micaela.

- Me hubieses avisado y te convalidaba tu bachiller.

- No Lokita, eso toma meses, eso era viajar a Lima, ir al Ministerio de Relaciones Exteriores, al de Educación, al consulado de España allá… es un embrollo.

- Bueno yo sé que encontraremos trabajo pronto-. Su optimismo era a prueba de balas.

No le dije que antes de su llegada, yo había estado enviando hojas de vida laboral a todas las webs de búsqueda de trabajo que conocía. Y nada. Silencio inescrutable.

Pasaron semanas completas, un mes, dos meses. Una mañana, cuando volví de correr en el paseo peatonal de la playa, Micaela suelta.

- No hemos ido a entregar currículos personalmente. Vamos a entregar a uno que he visto por acá, se llama Profis.

- Estás loca, allí hay gente trabajando, no veo que busquen a nadie.

- ¡No! Tú calladito, imprime mañana más currículos y los vamos dejando allí, en Druni y en Caprabo, que son los más cercanos.

Tal cual, entregamos los documentos en el Profis de Enric Granados y en una web de búsqueda de empleo la misma empresa solicitaba personal para diversas sedes del Maresme.

A los dos días nos llamaron, nos citaron para entrevistarnos en Mataró y nos cogieron. A Micaela de cajera y a mí de reponedor, estábamos contentos, el único detalle era que a ella la cogieron para trabajar en el Profis de Vilassar de Mar y a mí, en el de Premià.

En el fondo fue lo mejor, de haber llegado a trabajar juntos en el mismo supermercado, llegaríamos a casa sin nada que contarnos. Ella gastaría algo más en billetes de tren, creo que era lo que más le dolía, en el ahorro.

Hicimos números en la calculadora, las cuentas salían en azul, fue entonces cuando pensó en su madre. A pesar de que la mujer tenía una tienda de carteras, una casa enorme de 3 pisos, de los cuales alquilaba como 7 habitaciones en los dos pisos superiores. Mi novia veía necesidades económicas en su madre y me advirtió que religiosamente enviaría dinero.

Nunca me opuse, tampoco nunca le dije que hacía lo correcto, era su dinero y podía hacer con él lo que quería.

El primer día de trabajo ella salió media hora antes, quizás más, a su Profis. Bajó hacia la estación a coger el tren, era la primera ida de una rutina que duraría decenas de meses.

Mi primer día fue todo lo contrario, podía incluso salir de casa rumbo a mi Profis, 10 minutos antes. Partí con una mochila azul, en ella, el uniforme con camisa blanca y rayas finas rojas verdes, además de un polo verde y un pantalón de trabajo azul. El uniforme nos lo habían entregado un día antes los de Recursos Humanos de Profis.

De camino a mi primer día de trabajo, iba por Carrer de la Marina, antes de doblar la esquina hacia Enric Granados, vi por la enorme ventana de un bar mesas ocupadas por comensales de todo tipo. Destacaban los de vestimenta igual a mi uniforme. Esos serían mis compañeros. En una mesa del fondo, una mujer rubia tomaba el desayuno con un tipo de patillas largas y delgadas. Debería ser el marido.

Entré raudo al Profis, a vestirme, en mi primer día quería que todo sea perfecto, en todo caso, tocaba aprender todo, sería el mejor aprendiz. La jefa me saludó y me llevó por todas las zonas del supermercado. Cajas, pescadería, charcutería, frutería, eran las áreas con personal especializado para las labores designadas.

El área de un reponedor no era una zona específica, era donde me enviara la jefa, era, mejor dicho, todo el súper. En ocasiones me enviarían a las secciones, cuando hacía falta echar una mano.

El primer mes iba en modo automático, acatando al pie de la letra lo que mi pelirroja cap Carmen me dijese. También me costaba recordar los nombres de todas, el número de las mujeres era mayor que el de los hombres.

Reponía los productos, brindaba información a la gente, llevaba lo que pedían las cajeras, metía pan al horno, lo sacaba para colocarlo en las cestas de la entrada, llevaba una llave para el escaparate de los licores, en fin, me volví un tipo ordenado, servicial, un reponedor, un inmigrante más que ya trabajaba y, aunque el sueldo era escaso, se podía permitir guardar algo. No pensaba quedarme allí para siempre, pero me sentía bastante cómodo. Micaela se quejaba un poco más, pero por la distancia y el tiempo que veía perderse en el tren y en la Riera mientras iba y venía de la estación.

Mientras fuera de casa el panorama se arreglaba, adentro las cosas se iban torciendo. Mi madre y mi novia se distanciaban, se lanzaban indirectas menores, nada graves, pero frases como “dejen las cosas en su lugar”, “la lavadora no se desenchufa sola”, “si se dejan este queso fuera de la nevera se estropea”, comenzaban a ser dardos cotidianos.

En Profis ya recordaba mejor los nombres de parte del equipo. Mientras mi jefa me enviaba a colocar espárragos en botes de vidrio y latas con pequeñas mazorcas maíz cerca de la frutería. Fui memorizando los nombres: Carmen, la jefa; Jordi, uno de los segundos; Mary y Anna, las charcuteras; Josep, el otro reponedor; Silvia y Neus, dos de las cajeras…

- Así que ahora la Carmen te ha enviado para acá-. Recordaba la voz que acababa de oír, pero solía oírla más altisonante, en ese instante fue más cordial. Era la frutera.

Al verla, recordé de manera clara que ella era la mujer que desayunaba con el marido en aquella primera vez que subía por Carrer de la Marina. No le había prestado mucha atención durante ese tiempo, al ser tan bella y casada, con aspecto serio, por momentos, y siempre acompañada por una ayudante de frutería, era alguien a quien veía muy lejana.

- Pues sí, hoy tocaba arreglar reponer este lado.

- ¿Te llamas Santiago?

- Sí, ¿no te gusta mi nombre? Bueno, no es muy común. ¿Cuál era tu nombre?

- Me llamo Luna.

- Ehhhrrr ¿cómo dices que te llamas?

- Mi nombre es Luna

Un cosquilleo se escondió en mi estómago mientras sonreía colocando una lata de Gigante Verde en la estantería.

- Tu nombre es realmente especial.

- Gracias, más que especiales, las lunas somos únicas, ¿o acaso conoces más Lunas?-. Y lanzó una carcajada.

- Claro, las que aparecen cuando escribo. Ahora vuelvo

No supe por qué había dicho eso. Tan pronto terminé de hacerlo, salí caminando de la sección hacia el horno, había pan casi hecho y debía sacarlo.

Al volver con el carro y los 24 baguetes dentro, giré la cabeza hacia la frutería y Luna me miraba de reojo. Supongo que pensaba en qué cosas escribiría el reponedor nuevo.

No volví a ir por allí en semanas, y cuando lo hacía Luna, la rubia y encantadora frutera, no estaba, le tocaba día libre.

Así pasaron 6 meses. Y mi casa era una hoguera a la que no quería entrar. La tensión entre mi madre, mi hermana y Micaela doblaba el hierro y yo no quería estar allí. Eso no estaba planeado, ¡joder!

lunes, julio 05, 2021

En la planta de tus pies. Capítulo 8

Novela En la planta de tus pies

8. De Trujillo a Barcelona, de Barcelona a Viena

El consulado dijo que sí, en un mes Micaela tendría la visa, y yo, el abrazo que tanto tiempo venía esperando. Mi chica siempre me generaba más ternura que pasión, más inocencia que desenfreno, más besos en la frente que en la boca. Me había equilibrado la vida luego de haber sufrido por una mariposita traicionera, una trujillana francesita de cabellos ondulados que me tuvo a mal traer por bastantes meses.

Por fortuna, para las fechas de viaje de Micaela, la demanda de billetes disminuía así que el gasto fue menor. Luego de comprar el billete sobraron más de 200 euros que se veían atractivos para algún otro plan. Digamos que, para viajar a algún lugar cercano, pero fuera de España.

Recordé que hace algunos años, en un chat de MSN, al que ingresaba para practicar mi desmemoriado inglés, conocí a una mujer en una situación extrema. Intercambiamos mails y ella sintió que mis palabras le sirvieron para tomar una decisión importante. Me dijo que me lo agradecería toda la vida y me invitó a conocer Viena, su ciudad.

En aquel entonces, cuando me ofreció su casa para hospedarme, viajar a Austria, por mi propia cuenta, era como ir a Marte, una posibilidad muy lejana. Pero luego de salir de Cultius Rossa con algo ahorrado y con el viaje de mi novia ya cubierto, era algo más posible.

Lo peor que podría suceder era que mi austriaca amiga Viktoria fuese una sicópata y contactase tipos por internet para hacerlos viajar y luego asesinarlos y trocearlos. Afortunadamente el intercambio de mails, fotos y confesiones amicales creaba confianza en esa aventura de ir a conocerla cara a cara, a ella y a su familia.

Luego de informarle que tenía disposición de viajar, Viky se entusiasmó a morir y me dio las fechas que estaría libre para enseñarme la ciudad. Saqué el billete de ida y vuelta y, recién entonces, les conté a mi madre y hermanos que me marchaba a conocer a una gran amiga que nunca había visto en persona.

Su enorme y rosáceo marido nos recibió en paños menores, luego de que ella me recogiese del aeropuerto y posteriormente hubiésemos visitado una encantadora calle del centro de la ciudad. Comimos una pizza de sabor sacrosanto que me hizo recordar a mi favorita de Trujillo, Pizzaninno. Llamé a Micaela desde el móvil de Viktoria para que sepa que había llegado bien y ella llamó a mi madre para decirle lo mismo.

Durante esos días visité la casa de Hundertwasser y disfruté de los chocolates Mozartkugel. Floté en el Palacio Belvedere y quise fotografiar “El beso” de Klimt pero mi cobardía pudo más, los vigilantes eran enormes y hasta las guardianas parecían atentas a vigilar que nadie saque una cámara para registrar imágenes.

Viktoria fue una anfitriona de primera, su marido habló conmigo en un español masticado y sus hijos tenían paciencia con mi inglés, un inglés que probablemente estaba más desactualizado y con menos fluidez que el que, como estudiante, pronunciaba en el jirón San Martín, en el instituto de idiomas de la PUCP, hacía 15 años atrás.

También fuimos al Life Ball o Fiesta por la Vida, organizado por Gery Keszler y Torgom Petrosian, y que servía para recaudar fondos para las víctimas del Sida. Miles de miembros de la comunidad LGTBI llegados de diversas partes de Europa paseaban con disfraces surrealistas y gestos empáticos.

El último día pasamos por el Ópera y comimos panqueques en un gran parque junto al río Danubio. En esa ocasión fuimos junto a su hija Elisa, una chica encantadora y de rostro clavado al padre. Por la tarde merendamos en un restaurante en la orilla del Neusiedl am See. Muy cerca estaba la casa de Viky, tocaba despedirme de ese lugar que era el paraíso, las casas a 50 metros o más, la una de la otra. A las justas conocían a sus vecinos.

La despedida fue sublime, Viky me abrazó tan fuerte que sabía que ese sería el primero de varios encuentros. En el avión de vuelta a Barcelona, tuve una sensación curiosa, había descubierto que finalmente las personas somos muy parecidas, más allá del aspecto y el idioma, el agradecimiento es algo que Viky nunca había olvidado. Yo no fui a que me agradezca por esa furtiva conversación por chat en la que me contaba una duda tan espinosa como vital. No sabía si dejar a su familia para irse con el hombre que amaba, un pintor egoísta y aniñado, o quedarse en casa por sus hijos, y, obviamente, con el marido, un tipo que la había engañado con muchas mujeres, luego de trabajar en Moscú 5 años.

Tal parece que los comentarios que le lancé, los comentarios de alguien que nunca se había casado, de un chiquillo que ni siquiera había convivido con una pareja, calaron en su forma de ver las cosas. No se fue de casa. Tiempo después supe que su marido perdió el trabajo.

Ella trabajaba en 3 lugares para mantener la casa de ensueño con hipoteca de pesadilla. En el aeropuerto, tras el abrazo que me dio, vino seguidamente un pico, intuyo que era un “hasta luego” con los labios.

Llegué tarde a Premià de Mar, era junio y las noches comenzaban a llegar incluso más tarde que yo. Llegué con los chocolates en la mano para mamá, ella se detuvo a mirar bien el perfil de Mozart en la caja de chocolates, por un momento. Pensó que eran cds.

viernes, abril 23, 2021

En la planta de tus pies. Capítulo 7


Foto de Premià de Mar

7. La época filipina

No miento si digo que el encargado de las entrevistas de trabajo, que también era jefe de una parte del personal operario, me miraba con un ojo y con el otro miraba mi hoja de vida. Se preguntaría qué hace un licenciado en Periodismo buscando jornada laboral en un invernadero, el punto es que había enviado esa misma hoja de vida a un millón de empresas, sin respuesta. Y ya me daba igual ser licenciado, periodista y haber trabajado como responsable de un área de comunicación de una institución privada de mi país; si no encontraba lugar en el invernadero me iba a deprimir a rabiar.

“Y… ¿usted está dispuesto a trabajar aquí de 8 a 5?” Le respondí, con el aplomo de un pingüino al caminar, que sí, que no había problema. “Venga el lunes, con ropa cómoda, igual aquí le daremos un uniforme, suerte”. Me estrechó la mano y guardó mi hoja de vida, una vida que en ese momento comenzaba a tomar algo de forma, en el cajón superior derecho de su escritorio. Pensaba en el dinero, en todo lo que ronda en torno a él, en que el mundo entero parece girar en torno a él. Salí pensando en llamar a Micaela, en contarle que ya iba a tener un ingreso en un trabajo que yo adivinaba duro, pero no sabía más. No pude ver el interior de los invernaderos ni el estado de los trabajadores en plena faena, puede que haya sido lo mejor.

Mi chica se alegró, me había oído frases desanimadas hace varias semanas y aunque también notaba en su telefónica voz la incertidumbre de un trabajo que traería varias sorpresas, me animó a comenzar con entereza mi nuevo curro en Cultius Rossa, como un paso a seguir con nuestros planes. “Así comenzaron muchos escritores”, finalizó su aliviado discurso. Al día siguiente busqué en Internet qué escritor había sido obrero en un invernadero, ni uno sólo. No estaría mal comenzar con tierra y trozos de hojas salpicadas en mi ropa, así lo quise ver.

El primer día me pasé varias horas armando estantes de aluminio de varios pisos, cada piso serviría de base para ubicar decenas o centenares de minúsculas plantitas que se enviaban a casi toda España y, en el extranjero, a Francia. Entendí que mi musculatura, del abdomen hacia arriba, se iba a beneficiar del esfuerzo y que mi anémica cuenta bancaria tendría algunas cifras. Mis piernas seguirían siendo dos alambres pálidos pero el plan de traer a mi chica comenzaba a coger color. Podría ahorrar para comprarle el billete y gestionarle el viaje hacia mí, hacia esta tierra de junto al Mediterráneo.

Lo que habíamos dibujado con promesas verbales ya podría tener un asidero. Llegó la hora de comer en el invernadero, en una sala rectangular se ubicaban 6 meses largas. En dos de ellas se ubicaban los operarios de más bajo rango, africanos y filipinos; en otras dos, los de rango medio, españoles administrativos de mando medio o encargados pertenecientes a una parte del personal; en las últimas dos, los jefes, cuatro gatos que solían usar las botas más caras.

Cuando entré con mi mochila roja sentí varias miradas escaneándome de pies a cabeza, por algún extraño impulso me senté en el grupo de los de mando medio, no porque creía pertenecer a ese grupo, lo hice porque era el menos poblado. Tres desolados metros de largo de una banca me sirvieron para encontrar algo de independencia. Devoré mi bocadillo y el zumo de naranja que mi madre me preparó pensando en que el tiempo de la comida pasaría rápido. Al final hubo tiempo hasta para salir a un pequeño parque con bancas donde todos escapaban a fumar un cigarro.

Tras la comida, uno de los jefes me llevó a otra área del invernadero, tenía el techo muy alto, y en el fondo, puertas enrollables que dejaban ver camiones prestos a ser cargados con género. Luego de pedirle que me explique qué significaba la palabra “palé”, no hice más que ver palés por 4 horas seguidas. Cuando me aprestaba a despedirme, el mismo jefe me llevó a un lado y me dijo “aquí todos hacen horas extras, una o dos al día, incluso los sábados”. Le respondí que estaba muy cansado y que le avisaría cuando me encuentre en buen estado físico para realizarlas, el rostro que puso era el de alguien que recibió un guantazo de manera sorpresiva.

El segundo día se repitió la rutina, en la hora de la comida bajé de escala sociolaboral de golpe, ya no me senté en la clase media, pasé directo a las mesas de operarios. Las mesas de la clase media estaban casi llenas así que no tuve más remedio. Dos filipinos me ofrecieron un sitio de manera cordial, uno de ellos hablaba inglés, era psicólogo según contó y tenía la cabeza alargada, como una berenjena. Me hizo recordar a un compañero del colegio primario y hasta le dije “hola Cesitar” rememorando al amigo de la infancia pero el filipino me observó con sorpresa. Luego me dijo su nombre real, Ernesto. Tenía novia, también trabajaba en el invernadero pero en otra área, una donde sólo habían mujeres y donde colocaban esquejes o semillas en macetas muy pequeñas.

La mesa asiática-africana-sudamericana ya se había instaurado, de entonces en adelante no podía evitar sentirme aludido cuando al salir de comer nos juntábamos los filipinos y yo a tomar aire y ellos dialogaban sin mirarme. Era el hecho de no mirarme el que me hacía sospechar, quizás ellos también se sorprendían de cómo había llegado yo allí.

Más allá de que hayamos tenido los mismos colonizadores años atrás, no sé qué más teníamos en común. Puede que la amabilidad, nunca me olvido de los gestos solidarios que alguien tiene conmigo, haya sido ayer o hace 10 años. Ernesto me hablaba en inglés, en ese invernadero catalán de España, mientras éso, marroquíes crecidos en Premià de Mar nos saludaban arqueando las cejas en esas charlas soleadas. 5 minutos antes de volver a nuestras áreas de trabajo me extendía un cigarro, él cogía otro y fumábamos sin culpa, pero con prisa.

Nunca más me senté en las mesas de la clase media, anduve esos 3 meses con los filipinos y los pocos africanos que también poblaban las mesas y se disputaban los 3 hornos microondas existentes para calentar la comida. Hubo momentos que de pura pereza comía lo que llevaba en la mochila sin calentarlo, sucedía en esos momentos en que me preguntaba qué hacía yo allí. De no sembrar ni un maíz en el jardín de mi casa a encajar cientos y cientos de plantas ornamentales para que sean repartidas en toda España y Francia. Las manos se me pusieron duras por el metal y la tierra, Micaela notaría eso cuando la volvería a acariciar, pensaba en ello, aunque no sabía cuándo la volvería a ver. Ese trance me deprimía, mi concentración siempre ha sido volátil, pero cuando Micaela invadía mi ausencia, me volvía de helio.

Ernesto, mi ya colega filipino, vivía con la novia, ella lo trajo a España y lo vigilaba bastante, de lejos, con la mirada, eran felices. Por Premià los vi varias veces, subían por la riera, luego de bajar del tren, venían de pasear por Barcelona. Ella era profesora en su país, pero obrera en el invernadero, como nosotros.

Mi carrera terminada me daba nostalgia, no podía ejercerla, en este país era prácticamente un analfabeto, no tenía documentación de estudios terminados, pero era prácticamente licenciado en mi país. Me convertí en un filipino más por una temporada, estaba listo para las horas extras. Un lunes se lo dije al jefe y me dijo que era lo mejor para mí. La primera semana me costó, sentía que mi espalda se iba agrandando, el esfuerzo físico me generaba más hambre y dejé de tener espalda de conejo flaco.

Hacía una hora más al día, para mí era suficiente, también hacía números y veía como esos euros extras iban generando el monto de dinero que necesitaba para el billete de Micaela.

Mi niña de ojos de venado iba a tener todas las estrellas a su favor, para estar a mi lado, para dejar ese país incompleto que es el Perú. Daba igual cuán delgado quedase de tanto trabajo, el reencuentro estaba cada vez más cerca.

También logré amistad con una muchacha colombiana, Nelsy, negra, flaquísima y de una sonrisa nacarada visible a kilómetros debido al contraste con su color de tez. Vivía en un área anexa al invernadero. Sucede que la familia Rossa, dueña del invernadero, extendía contratos laborales por un tiempo determinado a ciudadanas colombianas, estas viajaban desde su país y los Rossa, también les ofrecían vivienda. Esta consistía en camiones cuyo interior había sido habilitado con habitaciones y cocina, pero no eran gratis, las alquilaban a las colombianas.

De algún modo, la habilidad para recuperar de forma legal lo invertido en las trabajadoras del país del café no dejaba de indignarme. Nelsy a veces me lanzaba una manzana instantes previos al cierre de la hora de la comida. Supongo que le daba algo de tristeza mi historia, a mí me causaba pena su mirada, tenía los ojos grandes pero brillosos y no podía evitar relacionarla con la mirada de niños africanos en estado de urgencia. Nunca se lo dije, mis prejuicios eran sólo míos, vergonzosos pero míos.

También logré entablar diálogo con algunos marroquíes, pero el más empático era Driss, siempre me preguntaba “¿Cómo lo llevas?”, siempre le respondía que todo bien. Y arrancaba en su pequeño tractor transportando palés y macetas dentro de ellos.

El tercer mes de trabajo se murmuraba que de Francia habían disminuido los pedidos y la redistribución del personal se volvía algo extraña y tensa. Un día, el jefe principal, el dueño, el patriarca de los Rossa se aproxima a mí y me indica “por favor, ve tú al invernadero 15”. Sabía dónde estaba, pero nunca había entrado.

Al llegar, presioné el botón de llamado, del interior abrieron la compuerta de plástico y lona, una bruma de calor fue exhalada por el invernadero número 15. Una pregunta rondaba en mi cabeza, si antes no sabía qué hacía allí, en el invernadero 15 mucho peor. Me iba a asar en vida. Probablemente para los filipinos, marroquíes y los africanos de raza negra ese calor era manejable, para mí sería como tocar fondo en un sacrificio del que ya no podía escapar.

“El billete, el billete, el billete”, hasta mi cerebro sudaba pensando en ese papel que serviría para que Micaela esté conmigo. Quedaba poco para completar el trimestre, pasé las dos últimas semanas en el invernadero 15 las horas posteriores a cada comida. De haberme dejado allí toda la jornada, todos los días, casi seguro que habría renunciado.

Faltaba un día para el último día del tercer mes, Joan Rossa, uno de los hijos del dueño me dijo “gracias, mañana es tu último día de trabajo”. No sabía si lagrimear de tristeza o de alivio. Hice números en mi cabeza y sí, sí alcanzaba. Incluso sobraba dinero que podría entregar a mi madre y mis hermanos para contribuir con los gastos de luz, agua, gas e internet.

Dos filipinos, Ernesto y otro de más edad -tranquilamente podría tener 45 años-, salieron raudos tras de mí. “Nos acabamos de enterar, el Joan te echó ¿cierto?”. Nada de eso había sucedido, les detallé que mi contrato no era de largo plazo y que iba según la cantidad de trabajo que hubiese en Cultius Rossa. Ernesto me dijo “tío” como 5 veces mientras decía unas frases que no lograba entender con exactitud.

Al final me dio un abrazo y sentí sincera su despedida, el otro, una especie de Mario Bros asiático, me dio la mano con firmeza y agregó “buen viaje”. Por alguna razón supe que no estaba siendo literal, se refería a que me vaya bien en lo que continúe de mi vida. Tenía ganas de decirle “arigato” pero me contuve, mi inconsciente intentaba romper con bromas de niño de primaria en ese instante, a todas luces, de adiós.

Salí hasta Travessia Can Maresme, la calle que conecta lo que sería por un día más mi centro laboral, con el centro de Premià, que yo conocía algo mejor. Esa sinuosa calle la tenía bien vista, me había familiarizado tanto con los grafitis, los comercios en el mismo lugar de siempre, los botes de basura intactos cada mañana y parcialmente llenos cada tarde cuando hacía la ruta de regreso.

Luego bajé por Torrente Canari, sentía mi cuerpo balancearse de manera leve hacia adelante por la gravedad. Me crucé con una madre que llevaba un coche, miraba hacia adelante mientras expulsaba una bocanada de humo, la mano izquierda empujaba a un bebé de aproximadamente 6 meses y la derecha apretujaba un cigarro. Giré a ver mientras se marchaba y recordaba que esa escena sería algo difícil de hallar en mi país.

¿Qué coño habrá querido decir Ernesto? De hecho que eran buenos augurios, buenos deseos, quizás me dijo algún ritual para volver a encontrar trabajo, ¡cómo saber su nivel de filipino!, no, no tengo nivel en idioma filipino. Mientras lo recordaba, me di cuenta que nunca le pregunté cómo se dice alguna frase o palabra emblemática en su idioma. ¿Cómo se dirá “gracias amigo” en filipino? Nunca lo sabré.

Me encarrilé en la calle Enric Granados y decidí que andaría de frente sin voltear hasta estar muy cerca de casa. El bar Montevideo, tiendas de ropa deportiva y de bebés, verdulerías, bares, la peluquería del marroquí que me pela cada mes, un supermercado perteneciente a la red Profis y allí me detuve. Todo hito laboral había que celebrarlo y los “no vas más” también.

Ingresé a Profis y el aire acondicionado me dio la bienvenida. Casi cojo gripe en ese instante por la bocanada fría que me traspasó. Una vez dentro, busqué un vino, me llamó la atención un Marqués de Griñón que estaba de oferta, lo cogí y lo puse bajo el brazo mientras me dirigía a la caixa a pagarlo.

Al salir descubrí en la esquina un bar nunca antes visto, tenía personas y algo de actividad dentro. Estaba a dos calles y media de casa y nunca había entrado, tampoco pensaba entrar en ese instante, pero al bajar por Carrer de la Marina supe que conocía muy poco de Premià de Mar, esa entrañable tierra que me llevaba acogiendo poco más de medio año.

Otro bar, Las moras, ese sí lo conocía pero tampoco había entrado. La Gran Vía me esperaba para el tramo final, la avenida más transitada por mí y mi familia, disminuí la velocidad. Luego de pasar por una calle nueva, en un momento inesperado, sientes que tu cerebro sufre un ligero cambio, algo nuevo se almacena allí dentro, datos, imágenes, olores que antes no había notado.

Como toda bruja, tan solo verme, mi madre sospechó que algo había sucedido, al ver que sacaba el vino, supo que algo me había sucedido a mí. Luego de contarle que no seguiría más en el invernadero lanzó un improperio contra toda la familia y futura descendencia de los Rossa, luego se calmó y dijo que estaba bien, que había visto cómo me había costado afiatarme a esa rutina. Que ya había sido suficiente. Me abrazó, no sin antes derramar una lágrima muy peruana y luego me envió a la ducha porque la merienda estaba casi lista.

El último día fue sólo un trámite, no estuve en el invernadero 15, me despedí de todos los filipinos esta vez, Ernesto y Mario Bros estaban más sonrientes que la tarde anterior. Al fin y al cabo, el pueblo es chico, nos volveríamos a ver por alguna calle, en algún momento de algún sábado o algún domingo, que es cuando ellos preferían salir a desconectar del trabajo y olvidar que existe el invernadero 15.

Cobré lo que debía, al menos eso decía mi saldo en la cuenta bancaria de La Caixa. Por mi parte comenzó la cuenta regresiva para el vuelo de Micaela. Mi hermana había logrado con su jefe tramitar un contrato de trabajo para ella y estábamos a la espera de la respuesta en el consulado. De salir afirmativo, tocaba hacer las maletas.

Antes de entrar a la ducha, mientras me desvestía, puse la radio y sonaba “Nunca el tiempo es perdido” de Manolo García. Yo me di cuenta que, además, nunca el tiempo es de uno.


lunes, marzo 29, 2021

En la planta de tus pies. Capítulo 6

Novela En la planta de tus pies

 6. Ojeras secas que no pisan tierra

Nunca me había sentido tan fuera de lugar, tan a destiempo, ni tan antisocial, como me sentí ese primer mes en Premià de Mar y en Barcelona. El salado modo de hablar de la gente y su particular seseo, ése que tanto escuchaba cuando veía Antena 3 o TVE por el cable en mi casa de Trujillo, me aturdían por momentos. Durante esos treinta primeros días no logré llegar corporalmente del todo a mi nueva ciudad. Era como si muchas partículas de mi cuerpo fueron llegando de a pocos por las noches y eso me hacía sentir incompleto. Me preguntaba si diminutas y finísimas capas de mi piel se habían quedado en los jerséis de Micaela y eso generaba un desequilibrio físico. Me devoraba la idea de que su jefe ya haya comenzado a cortejarla a sabiendas que yo ya estaba en España, Micaela tenía la delicadeza de una flor del paraíso y la nariz de una simetría única. Varias veces le preguntaron a qué cirujano había ido a operarse y ella, entre ofendida y orgullosa respondía, “esta nariz la heredé de mi madre, no hay cirujano que pueda hacerla”.

Con la ropa que mi madre y mis hermanos me compraron, para no usar la que traje y no parecer un personaje traído del pasado, salía al supermercado, al correo a mandar cartas a Micaela, a comprar el periódico los domingos o los días que habían suplementos interesantes, o simplemente a ver hasta donde chocaban los límites de ese ajuntament.

Pensaba que nada era completo en esta vida, ahora ya estaba con mi familia nuclear, y aunque eran lo que más quería en el mundo, siempre supe que hasta entonces no había encontrado la mejor forma de amarlos, tomaría mucho tiempo para que eso suceda.

La incómoda situación de recibir unos euros de ellos para “mis gastos”, mientras buscaba trabajo, comenzaba a hacerse angustiante día a día aunque ellos nunca me demostraron molestia alguna, sentía que mis hermanos menores me trataban como a su hijo. Ya habían pasado por eso.

Mi hermano trabajaba en una fábrica de partes de motos, mi hermana en una cadena de hoteles y mi madre en labores de limpieza en dos casas de familias acomodadas en Premià de Dalt, la zona alta, la zona de las torres, con una vista privilegiada al mar por un lado y a la montaña por el otro.

Allí tiene su casa el entonces admirado Jordi Pujol y allí residía también Ernest, un anciano que vivía solo, con su hijo y nietos en la casa de al lado, esperando que fallezca para quedarse con su hermosa vivienda de Cami de Can Creus. Mi madre cuidó a Ernest como si fuese su propio padre, lo mimó con el cariño que no le pudo prodigar a mi abuelo Pablo, de quien se despidió hacía 10 años, antes de partir a esta tierra, y a quien solo pudo llorar abrazada a su almohada cuando se enteró que falleció sin compañía, tras caer, golpearse la cabeza y morir en el acto. No pudo viajar a Perú a despedirse de él, esa herida nunca cerraría.

Mamá es el personaje más suave que he conocido en este mundo, daría para escribir una novela de ella. Pero para novelas la que ya estaba viviendo en esta ciudad de junto al mar.

Un día Micaela me dice que todos los días, antes de partir a trabajar, ella se conectaría a Internet para poder conversar por webcam, se levantaría a las 5:00 am. para comunicarnos durante una hora, a las 6:00 se iría a la ducha y luego al trabajo a las 7:00 am. Me pareció sacrificado de su parte, aunque de por sí ella solía madrugar, ahora tendría que madrugar más aún. ¿Por qué lo hacía? ¿Para que yo sepa que se iba a dormir temprano? ¿Me extrañaba tanto como yo a ella? ¿Para animarme en mi búsqueda de trabajo? Sea como fuere, lo hizo, no faltó a ninguna cita, las pupilas de sus faros relucientes denotaban unas ojeras madrugadoras llenas de ternura, su carita de niña dulce recién caída de la mano y con rostro cariacontecido desprendían un aire de ingenuidad adorable.

“¿Ya mandaste tu hoja de vida a alguna empresa periodística? ¿Por qué no te tienes fe? Siempre has escrito muy bien, eras el mejor de la clase en redacción, y quizás el mejor de toda la facultad”.

Yo decía que sí, me encogía de hombros y agregaba que ya me llamarían, pero que no es fácil pues hay muchos profesionales calificados, mientras que a mí no me conocía nadie. La verdad es que no sólo había mandado por correo electrónico mi currículum vitae a medios escritos, además envié a radios, canales de televisión, webs y cualquier institución parecida a un medio de comunicación, pero lo cierto es que un inmigrante recién llegado no tiene cómo demostrar que tiene estudios, ni escolares, ni universitarios ni de nada. Eso lo supe cuando llegué, me di cuenta que sin papeles que certifiquen estudios yo era prácticamente un analfabeto y que de momento sólo podía aspirar a algún oficio o trabajo manual.

Todas esas pequeñas penurias se las iba contando a Micaela cada mañana pero nunca a mi madre a mis hermanos, siempre tuve más confianza con mis amigos más íntimos o con mi novia que con mi familia. Sentía que sufrirían con eso y yo no quería eso. Mi novia, la más optimista del planeta decía que yo conseguiría algo. “Me da igual, si tengo que trabajar limpiando los baños del Metro por las noches lo hago, necesito dinero para comprar tu billete y tus trámites en la embajada de Lima, pero debo conseguir traerte”.

Un amigo mío ofreció hacerle un contrato de trabajo a mi chica, pero el papeleo tardaría, ese lapso serviría para que yo labore en cualquier lugar y conseguir el dinero que necesitaba. Todas las semanas cogía La Clau, un suplemento de la comarca con avisos clasificados de todo tipo. Mi hermano encontró su trabajo en esa pequeña revista rebosante de información.

Fue un viernes, Micaela se conectó a las cinco de la mañana como siempre, hora peruana, once de la mañana hora española, una hora menos en Canarias y comenzamos a charlar. Ya no soporté, mi cabeza latía con la idea de traerla, de trabajar, de aportar con los gastos en casa, de conseguir para su billete, de darle un dinero para sus gastos de trámites en Lima.

Como un niño sin sueños, comencé a lagrimear frente al ordenador, apagué la lámpara que estaba en el escritorio para que no me vea, ella hizo lo mismo con la suya, ambos intuíamos lo mismo.

- Santi, ambos sabíamos que iba a ser difícil.

- Ya pero hay días como hoy…

- Sí, y cuando esté allá sucederá igual, te necesitaré porque echaré de menos a mi familia.

- Y yo te necesito porque no estoy completo aquí. ¿Tu jefe no te fastidia no?

- ¿Y qué más daría si me fastidia? Yo soy tuya y nunca me he fijado en nadie, no me interesa.

- Ya pero igual, tu jefe que es el jefe de recursos humanos de la cervecera te echó el ojo. - Luego la oigo sonreír.

- Hace tiempo no te ponías celoso pero parece que sigues sin darte cuenta que esta hora es la única hora del día en que podemos hablar. Cuando salgo del trabajo allá es medianoche.

- La próxima semana si quieres duerme una hora más y yo me quedo una hora más a medianoche para conversar.

- Como quieras mi niño hermoso

- No soy hermoso, nunca lo he sido, ni nunca lo seré.

Quise besar la pantalla y morderme los labios, pero pensar en eso me dolía a mí, una leve intensidad se clavaba en mi garganta y bajaba hasta el esternón, era la pena.

- Yo te veo lindo mi niño, deja de llorar y prende la lámpara.

- Vale, pero sólo si tú haces lo mismo..

- Ah mira, ya sabes decir “vale” –y una carcajada rompió la tristeza que por largo rato se había instalado en la videollamada. Entendí que una de las causas por las que me lancé a besarla hace dos años atrás fue que Micaela reía de manera diáfana, nunca sonreía por compromiso, nunca habría sonreído por diplomacia.

- Se me ha pegado, pero a partir de ahora, por tu culpa, por reírte de mi “vale” ya no lo diré, sólo diré OK.

- No te creo, además está bien que vayas cogiendo esas palabras y frases tan españolas, así te integras.

- Mira, no sigas, que de alienado nunca he tenido un pelo.

- Tú te tienes que adaptar al país, no el país a ti.

- Pero si eso te lo dije yo, antes de venir.

- Pero se ve que no lo aplicas.

Micaela distendió la charla, me dejó claro que era el amor de su vida, que aquí o en Perú o en la luna, ella siempre iba a estar conmigo, me iba a acompañar, sería mi sombra blanca, y yo me sentía mejor. Demás está decir que tras la dramática plática con Micaela una corriente de paz invadió mis venas, luego ella puso un tema de Alejandro Sanz, ese cantante que era la maldición que yo dejaba en las chicas que habían sido mis novias, mi devoción a su música y su arte eran algo que no sólo las había marcado, además había trascendido en las demás promociones de la facultad.

Fui el único que se gastó una fortuna, porque para un universitario ir hasta Lima, pagarse billetes de bus, comprar entradas en un lugar semiprivilegiado del concierto “El alma al aire” y cubrir toda la estadía en la capital, éso era una fortuna. Acompañada a la fama de mi gusto por la música del cantante madrileño un par de machitos me acusó de ser un poco “hembrita” porque sólo a las chicas se les podía entender el apego a los temas de Sanz pero a un chico no. Siempre me importó un rábano podrido lo que dijeran cuatro catetos.

Relamí la última lágrima y fui a mi cuarto a volver a revisar la última Clau. En una esquina había un aviso:

Invernadero buscar personal por aumento de producción. Presentarse el lunes en el polígono Puig.

lunes, marzo 15, 2021

En la planta de tus pies. Capítulo 5.

5. Llegar sin que ella lo sepa

novela En la planta de tus pies
Cielos sin geometría en Barcelona.

Llegué sin valor, lo dejé en el asiento, bajo la manta, junto a la ventanilla que se había quedado allí mirando al mar Mediterráneo, ese azulado ser viviente que sólo mira la ciudad y que se limita a darle alma, como si eso fuese poco. De modo que bajé con las maletas para que me las arranchen mi madre Flo, mi hermana Paula y mi hermano Marco. Sólo les faltaba saltar pero su semblante antilatino se limitó a emocionarles con lágrimas y besos mil.

Barcelona no se daba cuenta que había llegado, era solo un brote de rocío en su espalda, en su nuca, por eso no se enteraba de nada, no supo decirme “buenos días corazón”, y calló porque aún no me conocía. Yo estaba en el aire aún, mi esencia iría llegando de a pocos, el teletransporte del alma no es tan sencillo, cuesta, tiene su proceso, seguía abrazado a Micaela, y ella no me soltaba. Sin angustia, con esperanza, una estela cósmica se arrastraba hasta el Airbus de KLM.

Las lágrimas de mamá con sabor eterno y los apapachos de mis hermanos me encogieron, parecía el benjamín de la familia, el menor de todos, estaba apabullado de cariño. Mi familia tenía la capacidad de hacerme sentir muy grande o muy niño, siempre todo fue bipolar, como yo. En realidad yo todo lo recibo bipolarmente, o muy bien o muy mal, lo que implica una cruz bastante jodida, mi utopía era el equilibrio, aunque nada se sentía mejor que caer porque te lanzaste y no porque te empujaron.

Añoraba la mejilla de bizcocho de mi hermana, la navidad de mamá y la chispa de barrio de mi cholo, aunque nunca hemos sido unidos, siempre ha servido de colchón estar juntos.

- ¿Qué hacemos en este país?- pregunto con sorna

- Trabajando mucho mi amor, ¿fue pesado tu viaje, comiste algo? ¡Traes una cara!- sentencia mamá.

- ¿Ya comenzamos Flo? Si me vas a tratar así me iré ni bien llegue eh.

- ¿Y cómo se quedó mi padre, Santi?

- Llorando a mares delante de todos.

- Si así hubiese sido siempre quizás ni estuviésemos aquí- apunta Marco.

- Ya, pero ahora estamos todos aquí y él está allá solo.

Flo hace un gesto de lástima y de fastidio a la vez, sólo ella puede generar esos mohines con doble mensaje, he llevado años intentando descifrarlos, cuando estaba enfadada yo juraba que estaba preocupada, y viceversa, nunca acertaba, por lo cual varias recibía respuestas sorprendentes.

Cogemos el tren y mientras conversamos la conversación que se le conversa a un recién llegado, yo, como siempre, sea bus, tren, avión, tomo asiento pegado a la ventanilla viendo a ver si Barcelona ya me vio, pero nada. La miro yo, con detalle e insomnio, con delicadeza, es hermosa, tiene ese algo y muchos algos más que luego me envolverán para siempre.

Mi padre siempre será una asignatura pendiente para todos, una herencia clavada en el recuerdo, una zanja en los buenos hábitos y una piedrita pequeña pero que molesta la punta de los dedos al caminar. Es más que los genes que compartimos.

Propera parada L’Hospitalet de Llobregat, dice por los altavoces una mujer con voz de sonriente narradora de noticias y algunos comienzan a envolver revistas, diarios y a colgar de sus hombros oscuros bolsos. Música de Mozart se escurría por las paredes internas del vagón, notas que se entibiaban al chocar con la calefacción y daban una sensación de comodidad a los que tienen buen gusto. Al llegar a un lugar es inevitable comparar, uno se la pasa contrastando lugares, calles, palabras, sonidos y sabores, del Perú sólo añoraba a las personas, de momento.

Marco se para con una de mis maletas en la mano y se acerca a la puerta, con un hombro nos dice que vayamos, la próxima parada es Plaça Catalunya y allí creo que Barcelona sí se dará cuenta de mí, pienso. Todos bajamos raudamente, nosotros y decenas y decenas de viajeros buscan la garganta de salida de la Renfe. Los comercios transcurren a su ritmo, nadie se ha percatado de mi llegada, me da igual, sólo que ella me sienta entrar en su aire me bastará. Finalmente las escaleras eléctricas me llevan en un travelling diagonal hasta el suelo de cemento cardiaco de la plaza más encontrada de la ciudad condal. Y allí, por un instante, sentí que Barcelona me miró de reojo.

Los detalles, que envolvían ese cuadrilátero irregular y surrealista rodeado de historias convertidas en edificios, eran alucinantes. Caminamos hasta el Café Zurich, y lo que quiero es leer los diarios, curiosamente encuentro titulares en alemán, francés e italiano, toda la prensa europea se acurrucaba en delgados estantes de metal en el inicio de la garganta de La Rambla. Buscamos un restaurante para comer algo, unas rubias inglesas sonríen con efervescencia londinense y no se enteran que yo las miraba absorto. Todo es nuevo, me siento como una cámara fotográfica que quiere captar escena tras escena de su llegada a ese lugar, del cual nunca podrá escapar aunque se mude. Pero en ese momento no podía ni imaginarlo.

Brindamos con zumos y fanta, el sol brillaba en los botellines de las bebidas pero más brillaban nuestras sonrisas de alegría, las pupilas de mi madre irradiaban plenitud y yo quería llegar al piso para llamar a Micaela y decirle que he salido vivo del viaje de 16 horas que realicé, incluido el puente aéreo.

Volvemos a tomar el tren de Rodalies y la mitad del viaje es sólo playa, el tren se desliza sobre las olas, prácticamente, me pregunto si esto es verdad, los catalanes sí que desafían al mar. Badalona, Montgat, Masnou, palabras que suenan extrañas pero divertidas, sobre todo Montgat, suena como el nombre de un juego para niños de barrio y recuerdo que hace un par de días estuve en mi barrio y el jet lag me pasa factura.

No muy erguidas parejas de jubilados caminaban por la playa, raudos ciclistas pedaleaban con cautela entre los viandantes y una niña de cabello muy claro caminaba sin coger a sus padres de la mano. Por alguna razón, de rato en rato yo giro para ver la distancia a la que la vigilan, cuando intento saber finalmente qué pasó el borde de la ventana del tren cierra el telón de ese cuadro playero.

Bajamos en una estación muy pegadita al mar, más aún que las anteriores, yo llevaba una maleta grande mientras mis hermanos y mi madre me ayudaban con las otras. Fue cuando me concentraba en comenzar a bajar con cuidado las escaleras que llevaban al pasadizo subterráneo que sentí cómo pequeñas gotas del Mar Mediterráneo

salpicaban sobre mi frente, esa agua me iba a acompañar por varios años, a diferencia del mar de Huanchaco al que nunca sentí mi aliado. El Océano Pacífico nunca tuvo paz en su oleaje y si a eso le sumamos que nunca aprendí a nadar, tenemos los dos grandes requisitos que hacían de mí un bañista imposible.

Había llegado a Premià de Mar, finalmente conocía ese pueblo al que siempre dirigía las cartas que enviaba a mamá, cruzamos la autopista y una prolongada vereda subía varias calles hasta perderse entra las ramas de los árboles que flanqueaban la ruta. El tacatá-tacatá de las ruedas de las maletas era la monótona banda sonora que acompañó mi llegada, gente totalmente distinta a mí, con la piel más clara aún y chaquetas generosas en calor desfilaba entrando y saliendo de bares y cafés en la Riera, así se llamaba esa calle tobogán.

La subida fue corta, 6 calles pequeñas y ya estábamos en la Gran Vía y allí es cuando mi madre se detiene, mira un edificio de color beige y me dice, “hijo, en el tercero está tu casa, contigo estamos completos”, y cuando culminó esa frase no recordé a mi padre pero sí a Micaela. No supe si sonreír, o sentir vergüenza después por haber olvidado a papá o sentir nostalgia por añorar la llegada de mi novia. Mientras pensaba y sonreía para que mamá sienta que su frase me caló, me caló pero no cómo ella esperaría, cruzo la pista mientras un auto baja la velocidad para que yo pueda andar sin pausa, qué agradable sorpresa saber que aquí sí respetan a los peatones.

En casa había jamón serrano, aceita de oliva, cava y un pastel. La revolución gastronómica de mi día había comenzado de golpe, disfrutamos de la comida, fui abriendo las maletas con las cosas que me habían pedido, la mesa principal y la de centro resaltaban con los coloridos empaques de chocolates y golosinas que mi familia me había pedido traer en lista. Felices disfrutaban de esos sabores de su infancia. Prendí la tele y busqué los canales catalanes, quería comenzar con mi adaptación lingüística ipsofacto, no pude, no me dejaron. “Santi, ¿cómo se quedó mi papá? Llorando seguro”. Se quedó llorando como un niño, les conté los detalles de esa última despedida y se apenaron, en el fondo no, un poco más, en el sobrefondo, todos queremos a papá, sólo que nunca entendimos algunas de las cosas que hizo.

El resto de la noche fue una peruanísima charla, todos deseaban cómo estaba la economía y la política del país, ávidos me escuchaban los tres, mi madre me daba la razón en todo, mi hermano me daba la contra y mi hermana intentaba conciliar sin éxito todas las opiniones.

Llamé a Micaela para contarle que el avión no había sido secuestrado y que tampoco había llegado por error a Berlín, la ciudad que me añoraba aún sin conocerme, ella supo que bromeaba para romper el dramatismo de la primera llamada desde ese lado del mundo. Me contó todo lo que había hecho desde que se levantó, esa era su forma de decirme que no me preocupe, que confíe en ella, que siempre me contaría sus pasos. Yo finalicé la llamada asegurándole que al día siguiente iba a ver la forma de conseguirle un contrato de trabajo para que pueda estar conmigo lo más pronto posible.

Plenos de tanto comer, ordené la ropa abrigadora en el armario de mi nueva habitación, vendría más frío aún y sabía que esos jerséis y vaqueros que traje no iban a protegerme del frío barcelonés. Pasé de vivir de una ciudad con temperaturas de invierno de 16° a una donde en los días álgidos se podía llegar a -2.

Estuve hasta las 3 de la madrugada sin pegar pestañas, el jet lag, la incertidumbre del éxito o fracaso en este nuevo lugar, la nostalgia por Micaela, fueron algunas de las mareas que hacían naufragar mi equilibrio. A pesar de todo llegué a una conclusión, muchos darían lo que fuese por estar en Barcelona y respirar todos los días de esta ciudad que parece reinventarse cada día y en la que daba igual cuánto tiempo me quede o cuán bien pudiese hablar el catalán, siempre sería un extranjero.

“BAR-CE-LO-NA”, pronuncié en mi habitación, como si quisiera recibir alguna respuesta, como si se tratase de una mujer a la que primero le susurraba desde lejos pero a la que ahora la miro a los ojos porque ya la tengo frente a mí. Mi vida no estaba acostumbrada a la felicidad pero esta vida tenía a favor la sorpresa de descubrir cómo iban a ser los días, las semanas y los meses posteriores. Ya correspondía centrarse en la primera tarea, buscar trabajo.

Antes de acostarme salí de mi habitación y fui a la sala, me asomé a la terraza y sentí el fresquito de la madrugada, había pocas estrellas pero la luna estaba colgada allá arriba, a veces la encontraba sin buscarla, a veces la buscaba y nunca estaba, no era de ver en el calendario los cuartos menguantes ni crecientes, había noches que simplemente debía estar allí. Desde que vi la luna más bella de mi vida, una perfecta esfera del tamaño de una casa, allá sobre la lejana vivienda serrana de mis abuelos en las montañas andinas de Cajamarca, desde entonces supe que mi vida iba a ser la permanente búsqueda de mi Luna, de esa mujer que me iba a acompañar todas las noches. En ese entonces mi Luna estaba a miles de kilómetros y 7 horas más atrasada que la hora de España. Vi que Premià dormía, ni un alma pasaba por la calle, volví a ver a la Luna, y la vi más menguante aún, pero con un matiz dorado… o rubio.

martes, marzo 09, 2021

En la planta de tus pies. Capítulo 4.

 


4. Ojeras secas

Una noche antes, Micaela y yo fuimos a comprar chocolates y galletas con crema, de las que volvían loca a mi madre y la hacían pecar olvidando su colesterol alto. Luego la amenacé diciéndole que ella debía elegir el lugar donde beberíamos un último café y ella accedió con el alma hundida y pensativa en el día siguiente. Fuimos a casa y mi padre, cual Magdalena, andaba viendo televisión con un pañuelo mientras yo me preguntaba si acaso nunca iba a volver o el avión se iba a caer. Llenaba de ironía el interior de mi parietal para quitarle dramatismo a la situación. Tras una charla entre los tres, papá se tranquilizó, se limpió los mocos con firmeza y entró a la cocina a prepararse una manzanilla.

- Vamos Lokita, ya es tarde –falso, eran las 8:30 pm. pero quería dormir pronto para guardar en la maleta lo que faltaba.

- Sí, vamos. Hasta mañana señor, que descanse, nos vemos mañana.

- Hasta mañana Micaela, saludos por tu casa, a tu madre, esa mujer trabajadora que los ha sacado adelante y que…

- ¡Ya papá, ya vengo!

Mi padre estaba por soltar uno de sus sermones sobre el sacrificio familiar, un tema que él nunca dominaría dado su sorprendente conformismo en todos los años que lo conocí, que comprende desde mi nacimiento.

La llegada a casa de Micaela fue lo peor, tuve que entrar a despedirme de su madre, ni Pilatos lo habría hecho mejor, un beso y un abrazo sellaban el adiós, sus hermanos eran un trámite agradable, pasaban de todo, mucho más de mí, creo que mientras veían su telenovela de turno se imaginaban que a la noche siguiente iba a volver como todas las noches a buscar a mi niña de nariz perfecta.

Pero no, Lokita me cogió del brazo, puso la cabeza hacia un lado sin llegar a tocar mi hombro y me llevó hasta el portal, pasamos por el jardín donde comenzaron nuestras primeras caricias libidinosas y donde el inicio de la mandada al diablo de su virginidad se hizo real.

Lloró un par de minutos luego me dijo que me vaya, le hice caso, como pocas veces hacía, como dándole un salvoconducto nocturno para el

desfogue de su pena y me fui abrazándola duro y susurrándole al oído lo bien que estaríamos en España, en la ciudad de mi vida, en las sendas de Gaudí.

A la noche siguiente, en la estación de bus, mi padre ya había desfallecido en llanto, yo no me había roto aún, Micaela había sollozado todo lo que debió sollozar la noche anterior y en ese momento la tranquilidad y la confianza en lo que sentíamos la habían conquistado, ambos sabíamos que no era un adiós eterno, ella ya tenía dotes de bruja, más de las que yo me imaginaba, más de las que incluso ella creía. En algunas oportunidades podía controlar el desdoblamiento de su alma por las calles cercanas en noches de profundo sueño corporal.

Estuvieron allí Miguel y Chela, mi mejor amigo y su novia, me conmovía verlos conmovidos pero luego no me sorprendía verlos sorprendidos porque Micaela estaba muy tranquila. Abracé a mi padre, luego cogí la maleta de mano, le di un piquito a mi novia y con la mano derecha le hice adiós.

- Hasta dentro de poco mi amor, ya verás.

- Chau mi Santi, mi niño hermoso.

Sentado en mi lugar, la luna comenzaba a empañarse a través del cristal de la ventana y al ver a ese grupo que fue a despedirse mi valentía se fue a la mierda, mi plan de ida y recogida de mi novia para tenerla pronto a mi lado se derritió en la sal de mis lágrimas. Por alguna razón, pasé de ser un adolescente llorón que rozaba la más pura sensibilidad femenina a ser un tipo de llanto difícil, escondido, a la espera de la soledad y los ambientes oscuros.

Un niño que perdió la navidad comenzó a dolerse en mi pecho, en mis pupilas, una Antártida se arrancaba de raíz y se clavaba en mi alma de cartón. Era curioso, un viaje largo incluye la misma sensación de morir, no sabes cuándo volverás a ver a los que te echan de menos, la ciudad que dejaba es una ciudad que nunca más volvería a ser la que encuentre en futuras vueltas vacacionales. Sabía que iba a Barcelona a ser completo, a ser escritor, la angustia se confundía con el miedo y daban como resultado una incertidumbre inmensa, que me apretaba el cuello como una chaqueta de invierno una talla menor a la mía, no ahorcaba pero generaba algo de pánico.

Iba a escribir las páginas que le faltaban a mi vida, a incluir las hojas principales, porque esa ciudad lo era todo y lo sabía sin siquiera haber sentido el sabor de su mar en mi lengua, en mi piel. Creía que Barcelona era una ciudad, allá descubriría que es una mujer, fiel y mentirosa a la vez, fiel a sus mentiras pero mentirosa conmigo. Por eso la iba a amar sin condiciones, hasta el último puto día de mi vida, hasta el último sacrosanto instante de mi puta vida.

No buscaba el cielo, el cielo no existe, es el simple mar reflejado allá arriba, buscaba una calle cuyo nombre no conocía y anhelaba encontrar rostros que mi inconsciente ya abocetaba. Iba por Bryce y Vargas Llosa, iba a encontrarme en un lugar cuyas raíces desconocía totalmente, iba a que Barna y la Gran Vía de Les Corts Catalanes me quieran de manera pródiga.

Atrás quedaban mi Trujillo de toda la vida, una ciudad que entonces nadie había acribillado y que le pertenecía a los trujillanos y que en buena parte le pertenecía a algunos apristas mafiosos que se lotizaban los terrenos de la ciudad de la marinera con puerto salaverrino flojo y casi nada internacional.

Los ojales de mi cara languidecían rememorando mi cine Primavera, mi jirón Pizarro con heladería La Selecta a donde nos llevaba mi padre en domingos de tregua cuando no se odiaba con mi madre y simulaban haberse casado por amor, con amor, sin mancha. Un Trujillo que podría ser una Sevilla de hace 40 años atrás, con techos árabes y ventanas coloniales, casonas de altas paredes e iglesias con curas españoles que llegaban hasta esta tierra que ahora veía pasar rápido por la ventana hacia mi espalda. Si la ciudad me hablase, ¿qué me diría? Probablemente no dijese nada, yo no era un tipo agradable con quien hablar, aún arrastraba un tartamudeo de herencia púber y una timidez digna de un ser que no se acostumbra a la gente ni al montón.

El bus termina de correr por las venas céntricas de la urbe, superó la periferia y desembocó en la Panamericana Norte, de donde nunca se despegaría hasta llegar a Lima. Cientos de kilómetros de puro desierto y mis ojos comienzan a traicionarme y por más que intento reconfortarme pensando en que me reencontraré con mamá, Pao y Adrián, lo más cercano en el tiempo es el instante que se acaba de ir dejando su estela y su luz. Lloro sin querer pero luego lagrimeo queriendo que todo el viaje pase ya.

Un sonido de papel que crepita en el bolsillo posterior derecho de mis vaqueros me avisa que algo se arruga. Meto dos dedos y sale una carta: Para mi Santi de mi corazón.

Me pregunto si al leerla querré parar al conductor para decirle que me bajo en la boca del lobo y me regreso caminando en medio del desierto. Decido leerla al llegar a Lima.

Pero el amanecer en Lima es grotesco, como toda la ciudad, en el hotel duermo como si escapar de la realidad fuese una consigna, cuando me doy cuenta ya estoy en la puerta de embarque de KLM rumbo a Amsterdam, llamo de un teléfono público a Micaela, balbucea un Te amo Santiago, hablaremos todos los días, prometémelo y yo se lo prometo sin pensarlo, porque esa niña se merece mil promesas juntas y aunque haya dicho que nunca me dará un hijo porque mejor es adoptar, lo vuelvo a prometer, y porque lo de los niños, éso, en ese momento, no interesaba.

Me jodí, tanto dormir me deparaba un largo viaje despierto, los asientos de los aviones son confabulaciones contra la espalda, traiciones a los nervios y a las articulaciones, los asientos de los aviones los diseñó la Santa Inquisición, madre mía y encima pagué como 900 euros por no dormir bien. Varios holandeses bronceados argumentaban en su idioma cuál era la playa más alucinante, Aruba, Bonaire y hasta un Punta Sal logré distinguir desde mis oídos en mi asiento.

La escala en el Schiphol de Ámsterdam fue lunática, no por loca, pero sí porque los pasillos eran interminables, aquí adentro vive gente por años, pienso mientras llevo mi maleta de mano rumbo a mi puerta de embarque que por el plano que miré debe estar situada en el otro extremo de la capital holandesa, seguro hasta crucé por sobre el Barrio Rojo y ni me enteré.

En el vuelo a Barcelona pido un vaso de vino y recibo una botella cuyo contenido no me acabaría en siglos, tengo cabeza de pollo y me mareo al instante, meto la botella en el bolsillo y me voy al baño, vacío el contenido hasta la última gota y todo ese líquido rojo cayendo me dice que estamos cerca del Penedés, con esos viñedos de ensueño y ese sabor mediterráneo.

Al rato, el avión se estremece al tiempo que las ruedas aguantan la caída, amortiguada con destreza por el piloto que habla en inglés, castellano y catalán. Benvingut Barcelona a mi vida.

martes, febrero 23, 2021

En la planta de tus pies. Capítulo 3.


3. “Tú no vas a Lima”

Era difícil disimular normalidad los últimos días. No podía evitar sentir que me despedía de todo objeto y persona trujillanos. La avenida Ejército por donde vivía Micaela, y por donde transitábamos juntos cuando la iba a dejar a casa, se había vuelto especial. Quedaba una semana para coger el avión. Mi madre envió un billete Lima-Amsterdam-Madrid-Barcelona, ruta larga por donde se la vea, pero antes de toda esa ruta había que viajar a Lima, en bus, con Micaela, con el permiso de su madre. Yo dudaba del permiso aquel, pero confiaba que a Micaela le atacaría el valor y si fuese necesario desobedecería a la pequeña dictadora. Cuando faltaban tres días para mi viaje a Lima, Micaela y yo nos despedíamos en su portal y aguardábamos que tras su petitorio ella recibiría el permiso necesario para viajar juntos a la ciudad del caos y poder decirnos “hasta pronto mi amor” en la puerta de embarque de vuelos internacionales del Aeropuerto Jorge Chávez de la ciudad del caos. Nos despedimos y me fui raudo a casa. Media hora después sonó el teléfono, era Micaela.

- Santi…

- No me digas que…

- Así es, no me da permiso.

- Pero me voy y no sé cuándo te veré Lokita

- Ella sabe todo lo del viaje pero para convencerla le expliqué lo importante que es para mí ir a dejarte. Yo quería acompañarte a Lima Santi. -Mientras lloraba yo detestaba a su madre, esa mujer celosa y posesiva con Micaela y con sus demás hijos. La mamá gallina pasaba a mi lista de seres detestables.

- Es que no me lo creo, quizás le cuesta decirte que sí. Intenta mañana, se dará cuenta que está siendo injusta. Anímate mi amor, tranquila ok, ya verás que mañana dice que sí.

- Tú no la conoces, cuando dice que no es no. Ya me imaginaba que esto iba a pasar.

- ¿Y qué demonios tiene que suceder para que se le ablande el corazón a tu mamá?... –Preferí callarme antes de decir algo desagradable de la madre de mi novia, y me detuve precisamente por eso, porque era su madre.

- Cálmate Lokita, descansa y mañana lo intentas una vez más y verás que te dice que sí. Si ella ha amado a algún hombre alguna vez pues te entenderá. –Insistí sin esperanza ni fe.

- Ya mi amor, besito, descansa. Te amo Santi.

- Besote, chau Micaela. –Colgué el teléfono sin decir nada más.

Sabía en el fondo que la dueña de casa y dueña de sus hijos no le daría permiso. Y más en el fondo, sabía que Micaela no se iba a atrever a irse conmigo sin que su madre se lo autorizase. Pateé con rabia una de las maletas que ya tenía hecha. No sabía quién me enfadaba más. La egoísta actitud de la madre de Micaela o el endeble carácter de mi novia que acataba todo lo que decía su madre. Me quité toda la ropa y me acosté sin lavarme los dientes en la cama donde Lokita y yo tantas veces hicimos el amor, busqué la parte más tibia de la sábana para acurrucarme y mientras intentaba dormir para esperar el estéril día siguiente con el otro “no” de la señora, una lágrima de rabia e impotencia cayó sobre la almohada.

“Un día más, un día menos, qué más da, seguro cuando esté allá se olvidará de mi hija”, imaginaba que en la cabeza de la mamá de Micaela se repetía esa frase. Pensaba en los besos poco sinceros que me daba cuando llegaba a su casa. En el fondo no me estimaba, le robaba a su niña bonita. Ya no quería llorar por una mujer que seguía en el siglo XVIII. Apagué la luz, recordé la última vez que Lokita y yo dormimos juntos en esa cama, no hubo sexo, sólo ternura, en la tele daban “Friends”, la serie que nos encantaba ver. Me acosté en la cama con los dientes rechinando de rabia pero la ternura del olor de mi novia en la almohada transformó la bronca en pena.

Al día siguiente no hubo sorpresas, sonó el teléfono, Lokita no tenía la voz apagada, pero la resignación se instaló en la línea telefónica. Me dijo que su madre se levantó muy temprano, más de lo acostumbrado, y sin desayunar se fue a abrir la tienda de carteras donde trabaja y de la cual es dueña. No esperó ver a sus hijos despertarse, no quiso oír a Micaela pedirle otra vez permiso para acompañarme a Lima. Todo estaba dicho. No valía la pena reprocharle su falta de insubordinación a las órdenes maternas, en su casa las reglas eran así y yo, que tampoco era un rebelde sin causa ni un transgresor de normas hogareñas, me dejé estar. No me gustaba eso sí la idea de ir a Lima solo, la ciudad del caos es simplemente aterradora cuando no sabes por dónde abordarla, cuando no sabes que microbús tomar para desplazarte. Por lo general yo todo lo hacía en taxi, me costaba un ojo de la cara, pero intentaba evitar zonas y gentes peligrosas.

Tocaba preparar un pequeño y solitario plan B. El plan A era ir con Micaela a Lima, aprovechar la mañana al máximo. Mi nostálgico masoquismo me hacía recordar lo que no iba a suceder. Hubiésemos llegado a Lima muy temprano, luego habríamos llegado en taxi a ese decente y limpio hotel cerca al Estadio Nacional donde me había quedado otras veces cuando fui a hacer mis trámites en la embajada, ubicado cerca a la Panadería Rovegno, a donde iríamos después de instalarnos en el hotel, a desayunar unos panes de formas e ingredientes inverosímiles con un zumo de naranjas recién exprimidas.

Luego, a dar una vuelta por Miraflores a sentir el distrito más literario de Lima, a buscar un restaurante criollo sin mucho ostento pero con buena sazón. Dejo de pensar, entiendo que éso no sucederá. El plan B cobra fuerza, el tránsito en Lima será en solitario.

domingo, febrero 21, 2021

En la planta de tus pies. Capítulo 2.

Novela En la planta de tus pies

2. Los viajes a Lima

Los tres meses de despedida, o mejor dicho de trámites en la embajada española de Lima, se habían iniciado. Lokita y yo comenzamos a pegarnos más. Al menos eso pensaba yo, cuando quedábamos en vernos para ir al cine o a cenar o simplemente cuando iba a recogerla al instituto donde estudiaba su curso de edición fotográfica, las despedidas no eran cortas. Llegábamos a su casa, pasábamos más rato que antes en la sala, saludaba a su madre que lo que le faltaba de tamaño le sobraba en carácter. Creo que nunca llegué a caerle bien, por más que lo intenté, ella veía en mi algún tipo de sombra de desconfianza y yo veía en ella poca alma de madre, no nos detestábamos, pero cariño no nos teníamos, la respetaba por ser la madre de Micaela pero me jodía el poder que a veces tenía sobre ella.

Mi novia no tenía quince años, hace rato había pasado los veinte, pero tenía que solicitar permiso a su madre para salir conmigo un fin de semana a alguna fiesta de amigos o a una discoteca, nunca me metí en eso. Así estaban dadas las reglas de juego en su casa y yo no era quien para hacer que Micaela se rebele y mucho menos se escape un sábado por la noche tras haberle dado un diazepán mezclado en un café con leche hasta dejarla desmayada. Imagino que la mujer tuvo que utilizar una careta dura para criar a tres hijas y un hijo. Al marido lo echó por una infidelidad cuando Micaela era pequeñita. Mi novia, a temprana edad, observó cómo su madre sacaba maletas llenas de ropa del marido para ponerlas en la calle y que este, al llegar, no se sorprenda, simplemente las recoja y se largue con “la otra” como llamaba a la amante. Para Micaela su madre hizo bien, el escarnio público de papá fue justo, se lo merecía, mintió a su familia y esa casa de 3 plantas que habían construido juntos con esfuerzo ya no le pertenecía más a él. Lo echó como se echa a un perro lleno de enfermedades contagiosas.

A estas alturas creo que eso marcó el carácter de Micaela, cuando conversábamos de algún amago de infidelidad de algunos de nuestros amigos o amigas ella defendía a muerte y de manera arbitraria a las mujeres pero despotricaba de los hombres. Eso sí, nunca dijo palabrotas. Yo alucinaba con su manera de indignarse, tenía clase, mientras señalaba los pecados masculinos no escupía adjetivos soeces, simplemente concluía que muchos hombres pertenecían a ese tipo de seres que no saben que una mujer merece ser tratada como a un hombre, decía que los hombres somos más respetuosos con otros hombres y que quizás esa es la forma en que deberíamos ver a las mujeres, de manera horizontal, con igualdad.

Ya tenía listos mi pasaporte, mis antecedentes penales, mi documento de identidad nacional, mi libreta de notas del colegio y hasta había limado mis dedos para que se mi piel se renueve y así tener pulcras las huellas digitales si fuese necesario en el Consulado de España en Lima. Se venía el primer viaje. El diario protocolo con Micaela no cambió la noche antes de que yo inicie el primer viaje a Lima para tramitar mi visado de trabajo. Se desocupo temprano, fue a mi casa, comimos juntos, hicimos el amor dos veces, una en mi habitación y la otra… también. Era tan conservadora que una vez quise hacerle el amor en el baño y ella me dijo que ese no era lugar para algo tan bonito como entregarnos, no quería que ningún olor impuro manche el aire de esos instantes.

Yo siempre fui más osado, más atrevido, pero desde que comenzamos sentí que ella me puso un frac imaginario y, aunque desnudo, ese frac me limitaba en la mayoría de mis movimientos. Para Micaela el amor se hace en la cama, en una habitación, en las posturas más comunes, innovaciones las justas, no valían posturas de película porno (aunque ella nunca vio una pero se las imaginaba), esas posturas eran para las libertinas, las golfas, las mujeres de la calle. Cuando ella soltaba esos rollos y se refería a “esas mujeres” a mí se me ocurría que recordaba a la mujer que estuvo con su padre y que desencadenó los pequeños acontecimientos de limpieza de dignidad de su madre y la ruptura final.

Lo cierto es que tras esa apacible tarde de “hasta luego” la iba a dejar a su casa, volvía a la mía a guardar la ropa que me faltaba, me despedía de mi padre e iba a la agencia de bus. Esperaba la hora señalada mientras leía alguna edición pasada de la revista Caretas que algún trabajador desangelado situó en la sala de espera para pasajeros. Los puntos de partida y de llegada de pasajeros siempre me han fascinado, en instantes sucedían las más inéditas escenas. Individuos que al bajar no saben si han llegado a Trujillo o a otra ciudad por el frío que hace a esas horas de la noche, maridos desconfiados que llegaban de viaje de trabajo, estudiantes de universidades privadas que venían de Lima a visitar a la familia después de estudiar poco y reventarse en demasía el dinero que les enviaban sus padres. En esta agencia de buses de la avenida Ejército se formaban y se diluían decenas y decenas de historias cada día y cada noche, todo ello ante los ojos de los trabajadores y el hambre de pasajeros que tenían los taxistas que apostados en la puerta impedían la salida fácil de los recién llegados.

Sentado en una de las sillas de plástico que parecen una plaga que ataca el buen gusto, una silla blanca y sintética que es igual a todas las sillas que encuentras en diversas oficinas, pegado a la pared con la Caretas en las manos, esperaba yo. Quedaban treinta minutos para abordar el mismo bus que acababa de llegar, pero qué iba a hacer. Tenía la pésima costumbre de llegar con puntualidad a los lugares donde se me citaba, en un país donde si tus amigos te dicen que a las cinco se encuentran para tomar algo, ellos llegan a las seis en punto, y eso en el mejor de los casos, el caso en el que tus amigos te consideran y te aprecian, sino, pues a las siete están llegando sonrientes.

Pero para los papanatas como yo, la hora es la hora, no faltemos a la hora, a los pobres relojes que ya bastante tienen con ser confundidos con artículos de lujo. No tenía sueño, tenía ganas de estar en Lima, subir al bus, pestañear y aparecer en la horrible capital, ese monstruo de millones de cabezas, gris como ninguna, capital de la corrupción y el mal clima, epicentro del centralismo, el imperio del caos.

Mientras divagaba se iban llenando las demás sillas blancas, los pasajeros ya nos aprestábamos a subir, una niña de cabello rizado masticando un chicle se me acerca, me saca la lengua y en la punta asomaba el chicle desteñido, yo hago lo mismo, le muestro mi lengua y luego dejo aparecer mi cara para gente desagradable.

Sí, existen niños insoportables, pequeños demonios que no son adorables ni para sus padres. La niña se va y hace lo mismo con una abuela de gafas gruesas como capas de hielo amarillento, la mujer ni se inmuta, sigue mirando un punto fijo, no se ha enterado de nada. Un enorme operario va hasta la abuela, empuja su silla de ruedas hasta las escaleras del bus, la carga con facilidad y la sitúa en la cuarta fila, junto al pasillo. Después de esa escena todos los pasajeros miramos nuestros tiques de embarque, al parecer nadie quería ir con la anciana por temor a que le suceda algo durante el viaje, esas ocho horas infinitas que en teoría debería cogernos a todos durmiendo. Mi tique era el 25A. Nunca compraba billetes de bus que estén en las cuatro primeras filas, las estadísticas decían que los pasajeros sentados allí morían fijo.

Morir moriremos todos, pero al menos que me muera después de conocer Barcelona, después de disfrutarla y saber cómo era, también podría morirme después de visitar París y tras la experiencia de andar sin zapatos junto al Muro allá en Berlín, no estaría mal que me muera con el recuerdo en la mente de ese New York de Auster. Así y sólo así pues me daría igual morir. Matarme en un choque de bus en plena Panamericana Norte no es muy atractivo que digamos. Aparecer inerte tras el desbarrancamiento del bus en el fondo del Pasamayo maldito en la entrada de Lima tampoco es el sueño de un héroe urbano. Si no se sabe vivir al menos hay que saber morir. Y yo he tenido días en que me he preguntado cómo es que respiro sin pensar.

Los altavoces de la agencia anunciaban que “los pasajeros con destino a Lima deben abordar el bus de dos pisos en el andén 2”. Sólo habían tres andenes y sólo había un bus aparcado en ese instante. Difícil subir a otro bus y más difícil aún aparecer en Piura a causa de un despiste. El interior del vehículo olía a fresa artificial, lo habían rociado hasta el hartazgo con ambientador. Si moría en ese viaje habría sido por ahogo.

A mi lado se sentó una mujer cincuentona, de cabello castaño y cejas pintadas en exceso, yo rogaba porque no ronque durante el viaje, su gordura me hacía dudar. Iba junto a la ventanilla, siempre lo hecho, da igual en qué viaje, tren, avión o bus, yo pedía asiento junto a la ventana. Me es más cómodo comunicarme, que no conversar, con el exterior que con la persona que me acompañe en la ruta. Nunca sabes quien te va a tocar ni nunca sabes de qué te van a hablar. Cuesta hablar con extraños, pero siempre hay una excepción. Preferí cerrar los ojos hasta que los pasajeros hayan subido, hasta que el bus arranque, hasta que la azafata se calle tras haber dado las indicaciones de seguridad.

Mientras detestaba el café con leche que había tomado en casa antes de salir y que no me dejaba conciliar el sueño, planificaba en mi mente el recorrido que haría en Lima la mañana siguiente. Presupuestaba los gastos de taxis, de comida, de pago de trámites, un saldo por si necesitase ir a un hotel por alguna emergencia en ese viaje de sólo un día, una visita de médico a la ciudad de invierno perenne. En Lima las distancias han sido enormes siempre, era algo acojonante y acongojante a la vez. Imaginaba que para la gente limeña el deseo de querer llegar a casa se desvanecía cuando para hacerlo tenían que tomar microbuses para trayectos que podían durar hasta dos horas. En toda ciudad se puede ser feliz con mucho dinero pero Lima escapaba a la regla.

Guardé la billetera en el bolsillo de adelante y mis documentos en un folder dentro de una mochila a la que envolví con mis piernas. Me preparaba para el viaje pero un déjàvu me hizo abrir los ojos de golpe, sentado en esa posición, en ese bus rumbo a Lima me recordó los viajes que hacía para ir a ver a mi ex novia Ana Claudia. Yo tenía cuatro años menos, era más cobarde y temía mucho más a Lima pero viajaba a verla una vez al mes y no compraba los boletos de bus en una agencia de buses. Viajaba de ruta, tomando cualquier bus barato en el terminal de Trujillo, por lo general acompañado de gente humilde y de algunos sospechosos que en cualquier momento podían llevarse tu equipaje y sacarte la camisa sin quitarte el jersey, tal era su destreza. Podías darte cuenta que te habían asaltado cuando abrías los ojos a la realidad llegando a Lima. Yo ataba mi mochila a mis piernas, rogaba porque el bus de dos ejes perteneciente a una empresa fantasma que no pagaba impuestos no se estrelle, estaba claro que nadie en ese bus, ni el chófer, tenía seguro contra accidentes.

Ana Claudia era una chica dulce, no era delgada, con alguno que otro kilillo de más, su rostro era hermoso, y se enamoró de mí sin que yo me entere. Yo comenzaba la universidad y nunca pensé que alguien se fijaría en mi sonrisa. Al menos era lo que ella siempre alegaba como su principal motivo para embobarse conmigo. Ella se enamoró antes de mí antes que yo de ella. Siempre hay uno que se adelanta, pero no necesariamente es el que pierde. En este caso al final perdimos los dos. Ella se fue a vivir a Lima mientras estaba de novia conmigo y yo me creía superior a la distancia y decidí, ante la negativa de ella, continuar la relación de lejos. Amor de lejos, feliz la compañía de telefonía. Mis nulos ahorros no fueron problema para que me propusiese viajar cada mes a verla, quedarme en un hotel, sin ella porque su madre no le dejaba quedarse conmigo, y disfrutar al menos de varias horas juntos, horas de mucho amor que nos servirían de paliativo hasta el siguiente mes. Pero algo se torcía el final de cada viaje que yo hacía.

A pesar de viajar a Lima cada mes, con escaso dinero, con la paliza del viaje, llevándole cartas de sus amigos y regalitos míos, algo no la llenaba, algo no terminaba de confirmarse en sus adentros. Y me terminaba, me pedía tiempo, me decía que estaba reordenando su cabeza, sus planes, su vida, y al parecer en esa reingeniería yo tenía que esperar a ver qué decidía la niña. Resistí tres viajes y tres terminadas, me di cuenta que las personas enamoradas nos volvemos de papel, de plastilina. Y tras el tercer viaje le dije que se tome el tiempo que quiera, podía ser un millón de años. Lo que no le dije es que mi amor había caducado, con el alma laxa y vacía volví tras mi tercer viaje de Lima -cómo no detestar Lima tras todo esto-. Decidí centrarme en lo mío, decidí aprender a olvidar, labores imposibles de realizar, Ana Claudia era mi segunda novia y si con mi primera novia la ruptura fue traumática, con esta segunda no iba a ser fácil, no era una historia que cortaba el orgullo ni alguna infidelidad, era una historia incompleta que se terminaba por la distancia y por la inseguridad.

Un fin de semana hubo fiesta de la facultad, fiesta para recibir a los recién ingresados, una excusa descarada para buscar víctimas y quizás, y si hay suerte, encontrar novia. Las fiestas de cachimbo son para éso, para ver cuántas niñas guapas habían ingresado y comenzar a ligar, a tontear, a echar el maicito. Yo no bebía, pero la noche de la fiesta bebí un poco y comencé a coquetear con Lali, la mariposita de la escuela, la chica que se convertiría en leyenda por usar corazones de estudiantes enamorados como camisetas de verano. Al día siguiente, mientras pedía de rodillas a la resaca que se largue de una vez por todas de mi cabeza, sonó el teléfono. Ana Claudia sollozaba sin parar, me dijo de sinvergüenza hasta traidor, pasando por descarado y mentiroso. Yo no entendía nada. Qué injustas son las mujeres cuando quieren, qué caprichosas son las mujeres cuando quieren. Cuando le dije que ella podía seguir tomándose el tiempo que quería sentí el sonido de un gemido liberándose de sus labios y un pitido interrumpió la llamada para siempre.

Me acosté un rato a que se me pase la jaqueca, tomé dos aspirinas, cogí la mochila, cogí ropa para dos días y me largué al terminal de buses fantasmas. Me subí a uno de ellos, recé al dios de las carreteras para que no nos estrellemos, esperé dos horas más hasta que se llene el bus y arranque. El viaje era interminable, dormí dos horas solamente, una rueda se pinchó a la altura de Tortugas en Chimbote y pensé que subiría una banda de ladrones, todos enmascarados, para asaltarnos y dejarnos desnudos en plena carretera. El chófer cambió la rueda y seguimos nuestro camino. A 100 kilómetros de Lima llovía y el Pasamayo era una mandíbula dantesca que parecía no terminar nunca. No sabía si iba a ver a Ana Claudia por amor o por culpa, no sabía qué le había pasado, después del pitido ese la llamé dos veces y ella no respondía, me temía lo peor. Recordaba los viajes anteriores a Lima, llenos de amor, sin angustia, con deseos de verla y abrazarla. Recordaba las vueltas, lloroso, preguntándome que tenía esa muchacha que anhelaba verme pero que me destrozaba antes de regresar a Trujillo. Casi seguro que no me quería como yo a ella.

El bus llegó a Lima, imaginé que los viajes a Lima ya no serían los mismos después de ese entonces, eran las siete de la mañana y una llovizna muy fina se metía por las fosas nasales de todos excepto de los constipados. Cogí un taxi, desesperado le levanté la voz al chófer diciéndole que tenía una tía grave, que por favor avance, que me están esperando en el sepelio, el hombre presionó el acelerador y se apresuró. Llamé a la puerta de la casa de los tíos donde vivía Ana Claudia, lo primero en asomar fue su rostro, el aire se calló y la llovizna se secó en mi cara. Di dos pasos, crucé la puerta, me abrazó desesperada, yo me alegraba de verla viva, y recordé que soy algo paranoico. La besé, ella no dijo nada, ni “buenos días” ni “te he extrañado”, me llevó a su cuarto, caminé en punta de pies por precaución, no olvidaba que era temprano aún. Una vez dentro sacó la mochila de mi espalda, se quitó el pijama y se lanzó a mi bragueta como si fuese la primera vez. No sé si hicimos el amor, creo que ella me lo hizo a mí porque terminé desfalleciendo. Luego me dijo que no había nadie en casa, se habían ido a misa pero no me lo dijo porque le gustaba que yo hable bajito todo el rato.

Al recordar todo eso, un extraño cosquilleo sacudió mi cuerpo de cabo a rabo, de proa a popa. El viaje a Lima que iba a realizar no era más que el inicio de un viaje más largo, era el primer paso para la emprender la madre de todos los viajes. Ya no viajaba de ruta, ya no viajaba a la loca, las cosas habían cambiado. Ana Claudia estaba por casarse con otro y Micaela y yo nos íbamos a separar por una mujer que no era mujer pero que podría llamarse Barcelona. Nunca he sabido separarme de las mujeres que quise, más difícil será separarme de Micaela, ese ángel que me arrancó del desamor y me curó la emoción, cuando mi dignidad la llevaba en las grietas por culpa de Lali. Pensar en Lima da frío, ese aire marciano que se respira en la ciudad del eterno invierno me espera, para humedecerme la nostalgia mientras hago la cola en San Isidro para solicitar mi visado. Ya no había vuelta atrás, unos papeleos más y estaría cogiendo un avión con destino final la ciudad condal. Pensaba en echar un vistazo a los libros de catalán que mi madre trajo en una de sus visitas, mirar TV3 en la tele por cable, buscar en Internet vídeos o documentales de España, principalmente de Catalunya.

Llevaba un reproductor de mp3 en el bolsillo y me puse los auriculares para oír cualquier música y despejar la cabeza llena de personas, tan llena que estaban por salir por mis narices. Presioné on y comenzó a sonar “Nothing is gonna stop us now” de Starship. Al igual que los olores, algunas canciones podían lanzarme con violencia hacia un momento del pasado, sin clemencia. A veces lo agradecía, a veces lo lamentaba. Lokita siempre entonaba esa canción de Starship, en su inglés de nivel promedio su voz rompía la monotonía que había en mi habitación. Pensé en apagar el mp3 pero no lo hice. Subí el volumen, recliné el asiento, sentí el arranque del bus, las ruedas se despedían de la agencia, giré la cabeza para ver como algunos comercios cerraban sus puertas, segundos después yo cerraba los ojos… Let ‘em say we’re crazy what do they know… Put your arms around me baby don’t ever let go…

El segundo viaje a Lima fue de dos días y el tercero también de dos. De alguna manera generé anticuerpos al estrés de esa ciudad en la que sentía inseguridad en todos mis poros. Las tres visitas a la embajada certificaron mi capacidad legal para entrar a España con un contrato de trabajo. Mi pasaporte llevaba estampado un visado con el escudo de ese país y dos palabras encabezaban todo el texto escrito sobre una pegatina en papel moneda: Reino de España. Al recibir el visado en la tercera visita salía del recinto consular como si llevara un lingote de oro en mi carpeta, salí por Basadre mirando sin mirar. Era como si llevase bajo mi brazo una llave a otro universo. Saldría de dudas respecto al Viejo Mundo, aquella civilización de la que se habla en los libros de Historia y Geografía. Pensaba hallar algo de lo que muestran las enciclopedias de cinco tomos que compró mi padre en cómodas cuotas mensuales cuando yo era niño. Fotos hermosas de la Europa tan anhelada por emigrantes y aspirantes a escritores y artistas. Nunca supe de un escritor que hiciese carrera en el Perú, no conocí algún novelista nacional que haya escrito un bestseller o que haya podido vivir de la literatura en mi país. Debieron marcharse a otro lado, yo me iba para ser un inmigrante más en España, que para mí no era poca cosa, me iba a por un sueldo digno, a por una vida digna, como lo hacía la mayoría de peruanos. Trabajando como obrero podía ganar más que un abogado en mi país. Era injusto pero era así.

Micaela no pensaba tener hijos pero deseaba estar conmigo para siempre. Cuando era niño, yo pensaba que en mi adultez sería padre, pero con Micaela supe que eso no sería posible, ella pensaba adoptar y aunque me resistía a esa idea, la acepté. No hay nada que atormente más a una persona que pensar en su futuro, es algo que no podremos coger, que podemos adivinar hasta cierto punto pero que siempre trae invitados no deseados a los que debemos torear aunque estemos en contra de las corridas de toros. Las cosas que uno piensa a solas son simplemente alucinantes. Salí del consulado y veía a la gente llevar en sus manos maletines, bolsas de compras, carpetas, cuadernos, mochilas. Yo llevaba un visado, un acceso a España, tierra que no sabría cuánto tiempo me acogería.

No sabía si Micaela se tardaría en llegar a vivir conmigo. Por alguna razón no pensaba mucho en mi madre y mis hermanos, el desapego que sentía por ellos era algo que me culpaba y me avergonzaba, quizás debía echarlos más de menos, al fin y al cabo estaba por llegar a vivir con ellos y cuando llegase quería abrazarlos de corazón, con sentimiento, con el alma compungida por el reencuentro. Esa distancia emocional no era normal, sólo alguna vez llevé la foto de mi madre en la billetera, por un par de años, luego dejé de hacerlo. Sólo llevaba la foto de Lokita, desteñida en los bordes por el movimiento del cuero sobre la superficie del papel kodak con su retrato. Me gustaba ese desgaste de la foto en los filos, le daba un estilo vintage, nunca besé esa foto cuando estaba allá. Lo haría cientos de veces cuando ya estaba en Barcelona.

* Esta novela está basada en hechos ficticios. En ningún momento representa hechos reales.

* Esta novela fue enviada a diversas editoriales. En ninguna se llegó a concretar su publicación.

* Todos los derechos reservados.

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