9. Llegada y búsqueda con Micaela
No llovía, no recuerdo qué mes era, hace buen tiempo que mi cerebro bloquea todo mes que no sea abril o noviembre, ese cielo tenía pinta de ser el techo de un marzo inquieto. Micaela llegó en un vuelo de Iberia que no se retrasó ni un solo instante, todo lo contrario, se adelantó 15 minutos.
Empujando el carro con las maletas la vi acercarse, yo, con más entusiasmo que mi madre y mi hermana –a mi hermano le da igual quién llegue–, recuerdo haber besado a mi chica suavemente. Por pudor nunca había podido ser expresivo frente a mamá. Además, siempre he creído que es algo cruel ser feliz delante de otros que, nunca se sabe, no lo son como tú en ese instante.
Salimos del Prat a buscar un taxi, de 50 euros no bajaría el servicio hasta Premià de Mar. Hasta ese gasto lo tenía presupuestado para la llegada de Micaela.
Por la noche fuimos a cenar a un restaurante chino, probó sabores que no tenían nada que ver con los restaurantes chinos de Perú, llamados chifas, y que tienen más intensidad y picante que los de España.
La primera noche sólo dormimos de lo exhausta que estaba. La segunda, tenía por seguro que mi familia me detestó por todo el ruido hecho en la habitación. La abstención había sido larga.
Vivir con ella era la etapa que nos faltaba experimentar, aunque en esa oportunidad incluía a mi madre y hermanos. Uno no cree que se desaten pequeñas guerras internas en casa. Los primeros meses fueron de adaptación, más por parte de ella que de mi familia.
Descubres que tu madre puede ser un mar de bondad pero a tu chica la verá siempre con cierto aire de intrusismo, no el necesario como para espantarla, pero se nota en el aire esa tensión. Una tarde le dije a mi chica que se ponga cómoda para salir, nos íbamos a un lugar que ella amaría.
Cogimos el tren de cercanías y luego el metro en Plaza Catalunya, rumbo a Plaza Espanya. Ya comenzaba el verano y las fuentes de Montjuic con las vistas a toda la ciudad eran algo que quise ver junto a ella.
Sonrió como una niña y olvidó que a veces la tecnología la agobia pues cogió el móvil para hacer mil fotos. De todos modos yo había llevado la cámara fotográfica para captar escenas que irían directamente a mi fotoblog Barcelona Daily Photo. Un pasatiempo que ocupaba buen tiempo de mis ratos libres.
Caminaba raudamente hasta estar lo más cerca posible a la fuente más grande. Mientras me llevaba de la mano se oía la música de fondo que generaba el baile de los chorros de agua por lo alto. Su nariz de triángulo perfecto se humedecía con cientos de microgotas y brillaba y yo sentí que la quería más, por estar allí, por haberme seguido, porque era una compañerita entrañable.
Los ahorros darían para unos meses más, había que pagar nuestra parte del alquiler del piso y de los servicios. Todo lo cubría yo, era algo que ya estaba previsto.
La adaptación de Micaela en la ciudad era como la de un perro cuando vuelve al bosque, natural y nada traumática. Me sorprendía que no extrañe a su familia, no cómo lo harían otras personas. Nunca lloró a mares ni se rompió pensando en su madre, tuvo un par de días de nostalgia, pero los llevó con hidalguía.
Y aunque noté algunos gestos sutiles de diferencia entre ella y el tándem entre mi madre y mi hermana. Lo asumí como el paulatino engranaje de sentimientos entre mi chica y su familia política, con el tiempo se llevarían de maravillas.
En casa había una habitación para nosotros, en otra dormía mi hermano y la tercera era compartida por mi madre y mi hermana. El piso era mediano, acogedor, una ventana del salón y otra de la habitación de mi madre tenían vista a la Riera de Premià. Al frente, una linda explanada permitía que el sol, a sus anchas, entre todas las mañanas por aquellas ventanas. Un balcón contiguo al salón era otra entrada de luz y aire, la atmósfera del piso era única. Sólo podría ser arruinada por la mala vibra de quienes vivíamos allí. Un escenario poco probable, hasta entonces.
Lo que tocaba era buscar trabajo.
- Entonces me di cuenta de que aún no valen mis estudios por esa razón- le explicaba a Micaela.
- Me hubieses avisado y te convalidaba tu bachiller.
- No Lokita, eso toma meses, eso era viajar a Lima, ir al Ministerio de Relaciones Exteriores, al de Educación, al consulado de España allá… es un embrollo.
- Bueno yo sé que encontraremos trabajo pronto-. Su optimismo era a prueba de balas.
No le dije que antes de su llegada, yo había estado enviando hojas de vida laboral a todas las webs de búsqueda de trabajo que conocía. Y nada. Silencio inescrutable.
Pasaron semanas completas, un mes, dos meses. Una mañana, cuando volví de correr en el paseo peatonal de la playa, Micaela suelta.
- No hemos ido a entregar currículos personalmente. Vamos a entregar a uno que he visto por acá, se llama Profis.
- Estás loca, allí hay gente trabajando, no veo que busquen a nadie.
- ¡No! Tú calladito, imprime mañana más currículos y los vamos dejando allí, en Druni y en Caprabo, que son los más cercanos.
Tal cual, entregamos los documentos en el Profis de Enric Granados y en una web de búsqueda de empleo la misma empresa solicitaba personal para diversas sedes del Maresme.
A los dos días nos llamaron, nos citaron para entrevistarnos en Mataró y nos cogieron. A Micaela de cajera y a mí de reponedor, estábamos contentos, el único detalle era que a ella la cogieron para trabajar en el Profis de Vilassar de Mar y a mí, en el de Premià.
En el fondo fue lo mejor, de haber llegado a trabajar juntos en el mismo supermercado, llegaríamos a casa sin nada que contarnos. Ella gastaría algo más en billetes de tren, creo que era lo que más le dolía, en el ahorro.
Hicimos números en la calculadora, las cuentas salían en azul, fue entonces cuando pensó en su madre. A pesar de que la mujer tenía una tienda de carteras, una casa enorme de 3 pisos, de los cuales alquilaba como 7 habitaciones en los dos pisos superiores. Mi novia veía necesidades económicas en su madre y me advirtió que religiosamente enviaría dinero.
Nunca me opuse, tampoco nunca le dije que hacía lo correcto, era su dinero y podía hacer con él lo que quería.
El primer día de trabajo ella salió media hora antes, quizás más, a su Profis. Bajó hacia la estación a coger el tren, era la primera ida de una rutina que duraría decenas de meses.
Mi primer día fue todo lo contrario, podía incluso salir de casa rumbo a mi Profis, 10 minutos antes. Partí con una mochila azul, en ella, el uniforme con camisa blanca y rayas finas rojas verdes, además de un polo verde y un pantalón de trabajo azul. El uniforme nos lo habían entregado un día antes los de Recursos Humanos de Profis.
De camino a mi primer día de trabajo, iba por Carrer de la Marina, antes de doblar la esquina hacia Enric Granados, vi por la enorme ventana de un bar mesas ocupadas por comensales de todo tipo. Destacaban los de vestimenta igual a mi uniforme. Esos serían mis compañeros. En una mesa del fondo, una mujer rubia tomaba el desayuno con un tipo de patillas largas y delgadas. Debería ser el marido.
Entré raudo al Profis, a vestirme, en mi primer día quería que todo sea perfecto, en todo caso, tocaba aprender todo, sería el mejor aprendiz. La jefa me saludó y me llevó por todas las zonas del supermercado. Cajas, pescadería, charcutería, frutería, eran las áreas con personal especializado para las labores designadas.
El área de un reponedor no era una zona específica, era donde me enviara la jefa, era, mejor dicho, todo el súper. En ocasiones me enviarían a las secciones, cuando hacía falta echar una mano.
El primer mes iba en modo automático, acatando al pie de la letra lo que mi pelirroja cap Carmen me dijese. También me costaba recordar los nombres de todas, el número de las mujeres era mayor que el de los hombres.
Reponía los productos, brindaba información a la gente, llevaba lo que pedían las cajeras, metía pan al horno, lo sacaba para colocarlo en las cestas de la entrada, llevaba una llave para el escaparate de los licores, en fin, me volví un tipo ordenado, servicial, un reponedor, un inmigrante más que ya trabajaba y, aunque el sueldo era escaso, se podía permitir guardar algo. No pensaba quedarme allí para siempre, pero me sentía bastante cómodo. Micaela se quejaba un poco más, pero por la distancia y el tiempo que veía perderse en el tren y en la Riera mientras iba y venía de la estación.
Mientras fuera de casa el panorama se arreglaba, adentro las cosas se iban torciendo. Mi madre y mi novia se distanciaban, se lanzaban indirectas menores, nada graves, pero frases como “dejen las cosas en su lugar”, “la lavadora no se desenchufa sola”, “si se dejan este queso fuera de la nevera se estropea”, comenzaban a ser dardos cotidianos.
En Profis ya recordaba mejor los nombres de parte del equipo. Mientras mi jefa me enviaba a colocar espárragos en botes de vidrio y latas con pequeñas mazorcas maíz cerca de la frutería. Fui memorizando los nombres: Carmen, la jefa; Jordi, uno de los segundos; Mary y Anna, las charcuteras; Josep, el otro reponedor; Silvia y Neus, dos de las cajeras…
- Así que ahora la Carmen te ha enviado para acá-. Recordaba la voz que acababa de oír, pero solía oírla más altisonante, en ese instante fue más cordial. Era la frutera.
Al verla, recordé de manera clara que ella era la mujer que desayunaba con el marido en aquella primera vez que subía por Carrer de la Marina. No le había prestado mucha atención durante ese tiempo, al ser tan bella y casada, con aspecto serio, por momentos, y siempre acompañada por una ayudante de frutería, era alguien a quien veía muy lejana.
- Pues sí, hoy tocaba arreglar reponer este lado.
- ¿Te llamas Santiago?
- Sí, ¿no te gusta mi nombre? Bueno, no es muy común. ¿Cuál era tu nombre?
- Me llamo Luna.
- Ehhhrrr ¿cómo dices que te llamas?
- Mi nombre es Luna
Un cosquilleo se escondió en mi estómago mientras sonreía colocando una lata de Gigante Verde en la estantería.
- Tu nombre es realmente especial.
- Gracias, más que especiales, las lunas somos únicas, ¿o acaso conoces más Lunas?-. Y lanzó una carcajada.
- Claro, las que aparecen cuando escribo. Ahora vuelvo
No supe por qué había dicho eso. Tan pronto terminé de hacerlo, salí caminando de la sección hacia el horno, había pan casi hecho y debía sacarlo.
Al volver con el carro y los 24 baguetes dentro, giré la cabeza hacia la frutería y Luna me miraba de reojo. Supongo que pensaba en qué cosas escribiría el reponedor nuevo.
No volví a ir por allí en semanas, y cuando lo hacía Luna, la rubia y encantadora frutera, no estaba, le tocaba día libre.
Así pasaron 6 meses. Y mi casa era una hoguera a la que no quería entrar. La tensión entre mi madre, mi hermana y Micaela doblaba el hierro y yo no quería estar allí. Eso no estaba planeado, ¡joder!