7. La época filipina
“Y… ¿usted está dispuesto a trabajar aquí de 8 a 5?” Le respondí, con el aplomo de un pingüino al caminar, que sí, que no había problema. “Venga el lunes, con ropa cómoda, igual aquí le daremos un uniforme, suerte”. Me estrechó la mano y guardó mi hoja de vida, una vida que en ese momento comenzaba a tomar algo de forma, en el cajón superior derecho de su escritorio. Pensaba en el dinero, en todo lo que ronda en torno a él, en que el mundo entero parece girar en torno a él. Salí pensando en llamar a Micaela, en contarle que ya iba a tener un ingreso en un trabajo que yo adivinaba duro, pero no sabía más. No pude ver el interior de los invernaderos ni el estado de los trabajadores en plena faena, puede que haya sido lo mejor.
Mi chica se alegró, me había oído frases desanimadas hace varias semanas y aunque también notaba en su telefónica voz la incertidumbre de un trabajo que traería varias sorpresas, me animó a comenzar con entereza mi nuevo curro en Cultius Rossa, como un paso a seguir con nuestros planes. “Así comenzaron muchos escritores”, finalizó su aliviado discurso. Al día siguiente busqué en Internet qué escritor había sido obrero en un invernadero, ni uno sólo. No estaría mal comenzar con tierra y trozos de hojas salpicadas en mi ropa, así lo quise ver.
El primer día me pasé varias horas armando estantes de aluminio de varios pisos, cada piso serviría de base para ubicar decenas o centenares de minúsculas plantitas que se enviaban a casi toda España y, en el extranjero, a Francia. Entendí que mi musculatura, del abdomen hacia arriba, se iba a beneficiar del esfuerzo y que mi anémica cuenta bancaria tendría algunas cifras. Mis piernas seguirían siendo dos alambres pálidos pero el plan de traer a mi chica comenzaba a coger color. Podría ahorrar para comprarle el billete y gestionarle el viaje hacia mí, hacia esta tierra de junto al Mediterráneo.
Lo que habíamos dibujado con promesas verbales ya podría tener un asidero. Llegó la hora de comer en el invernadero, en una sala rectangular se ubicaban 6 meses largas. En dos de ellas se ubicaban los operarios de más bajo rango, africanos y filipinos; en otras dos, los de rango medio, españoles administrativos de mando medio o encargados pertenecientes a una parte del personal; en las últimas dos, los jefes, cuatro gatos que solían usar las botas más caras.
Cuando entré con mi mochila roja sentí varias miradas escaneándome de pies a cabeza, por algún extraño impulso me senté en el grupo de los de mando medio, no porque creía pertenecer a ese grupo, lo hice porque era el menos poblado. Tres desolados metros de largo de una banca me sirvieron para encontrar algo de independencia. Devoré mi bocadillo y el zumo de naranja que mi madre me preparó pensando en que el tiempo de la comida pasaría rápido. Al final hubo tiempo hasta para salir a un pequeño parque con bancas donde todos escapaban a fumar un cigarro.
Tras la comida, uno de los jefes me llevó a otra área del invernadero, tenía el techo muy alto, y en el fondo, puertas enrollables que dejaban ver camiones prestos a ser cargados con género. Luego de pedirle que me explique qué significaba la palabra “palé”, no hice más que ver palés por 4 horas seguidas. Cuando me aprestaba a despedirme, el mismo jefe me llevó a un lado y me dijo “aquí todos hacen horas extras, una o dos al día, incluso los sábados”. Le respondí que estaba muy cansado y que le avisaría cuando me encuentre en buen estado físico para realizarlas, el rostro que puso era el de alguien que recibió un guantazo de manera sorpresiva.
El segundo día se repitió la rutina, en la hora de la comida bajé de escala sociolaboral de golpe, ya no me senté en la clase media, pasé directo a las mesas de operarios. Las mesas de la clase media estaban casi llenas así que no tuve más remedio. Dos filipinos me ofrecieron un sitio de manera cordial, uno de ellos hablaba inglés, era psicólogo según contó y tenía la cabeza alargada, como una berenjena. Me hizo recordar a un compañero del colegio primario y hasta le dije “hola Cesitar” rememorando al amigo de la infancia pero el filipino me observó con sorpresa. Luego me dijo su nombre real, Ernesto. Tenía novia, también trabajaba en el invernadero pero en otra área, una donde sólo habían mujeres y donde colocaban esquejes o semillas en macetas muy pequeñas.
La mesa asiática-africana-sudamericana ya se había instaurado, de entonces en adelante no podía evitar sentirme aludido cuando al salir de comer nos juntábamos los filipinos y yo a tomar aire y ellos dialogaban sin mirarme. Era el hecho de no mirarme el que me hacía sospechar, quizás ellos también se sorprendían de cómo había llegado yo allí.
Más allá de que hayamos tenido los mismos colonizadores años atrás, no sé qué más teníamos en común. Puede que la amabilidad, nunca me olvido de los gestos solidarios que alguien tiene conmigo, haya sido ayer o hace 10 años. Ernesto me hablaba en inglés, en ese invernadero catalán de España, mientras éso, marroquíes crecidos en Premià de Mar nos saludaban arqueando las cejas en esas charlas soleadas. 5 minutos antes de volver a nuestras áreas de trabajo me extendía un cigarro, él cogía otro y fumábamos sin culpa, pero con prisa.
Nunca más me senté en las mesas de la clase media, anduve esos 3 meses con los filipinos y los pocos africanos que también poblaban las mesas y se disputaban los 3 hornos microondas existentes para calentar la comida. Hubo momentos que de pura pereza comía lo que llevaba en la mochila sin calentarlo, sucedía en esos momentos en que me preguntaba qué hacía yo allí. De no sembrar ni un maíz en el jardín de mi casa a encajar cientos y cientos de plantas ornamentales para que sean repartidas en toda España y Francia. Las manos se me pusieron duras por el metal y la tierra, Micaela notaría eso cuando la volvería a acariciar, pensaba en ello, aunque no sabía cuándo la volvería a ver. Ese trance me deprimía, mi concentración siempre ha sido volátil, pero cuando Micaela invadía mi ausencia, me volvía de helio.
Ernesto, mi ya colega filipino, vivía con la novia, ella lo trajo a España y lo vigilaba bastante, de lejos, con la mirada, eran felices. Por Premià los vi varias veces, subían por la riera, luego de bajar del tren, venían de pasear por Barcelona. Ella era profesora en su país, pero obrera en el invernadero, como nosotros.
Mi carrera terminada me daba nostalgia, no podía ejercerla, en este país era prácticamente un analfabeto, no tenía documentación de estudios terminados, pero era prácticamente licenciado en mi país. Me convertí en un filipino más por una temporada, estaba listo para las horas extras. Un lunes se lo dije al jefe y me dijo que era lo mejor para mí. La primera semana me costó, sentía que mi espalda se iba agrandando, el esfuerzo físico me generaba más hambre y dejé de tener espalda de conejo flaco.
Hacía una hora más al día, para mí era suficiente, también hacía números y veía como esos euros extras iban generando el monto de dinero que necesitaba para el billete de Micaela.
Mi niña de ojos de venado iba a tener todas las estrellas a su favor, para estar a mi lado, para dejar ese país incompleto que es el Perú. Daba igual cuán delgado quedase de tanto trabajo, el reencuentro estaba cada vez más cerca.
También logré amistad con una muchacha colombiana, Nelsy, negra, flaquísima y de una sonrisa nacarada visible a kilómetros debido al contraste con su color de tez. Vivía en un área anexa al invernadero. Sucede que la familia Rossa, dueña del invernadero, extendía contratos laborales por un tiempo determinado a ciudadanas colombianas, estas viajaban desde su país y los Rossa, también les ofrecían vivienda. Esta consistía en camiones cuyo interior había sido habilitado con habitaciones y cocina, pero no eran gratis, las alquilaban a las colombianas.
De algún modo, la habilidad para recuperar de forma legal lo invertido en las trabajadoras del país del café no dejaba de indignarme. Nelsy a veces me lanzaba una manzana instantes previos al cierre de la hora de la comida. Supongo que le daba algo de tristeza mi historia, a mí me causaba pena su mirada, tenía los ojos grandes pero brillosos y no podía evitar relacionarla con la mirada de niños africanos en estado de urgencia. Nunca se lo dije, mis prejuicios eran sólo míos, vergonzosos pero míos.
También logré entablar diálogo con algunos marroquíes, pero el más empático era Driss, siempre me preguntaba “¿Cómo lo llevas?”, siempre le respondía que todo bien. Y arrancaba en su pequeño tractor transportando palés y macetas dentro de ellos.
El tercer mes de trabajo se murmuraba que de Francia habían disminuido los pedidos y la redistribución del personal se volvía algo extraña y tensa. Un día, el jefe principal, el dueño, el patriarca de los Rossa se aproxima a mí y me indica “por favor, ve tú al invernadero 15”. Sabía dónde estaba, pero nunca había entrado.
Al llegar, presioné el botón de llamado, del interior abrieron la compuerta de plástico y lona, una bruma de calor fue exhalada por el invernadero número 15. Una pregunta rondaba en mi cabeza, si antes no sabía qué hacía allí, en el invernadero 15 mucho peor. Me iba a asar en vida. Probablemente para los filipinos, marroquíes y los africanos de raza negra ese calor era manejable, para mí sería como tocar fondo en un sacrificio del que ya no podía escapar.
“El billete, el billete, el billete”, hasta mi cerebro sudaba pensando en ese papel que serviría para que Micaela esté conmigo. Quedaba poco para completar el trimestre, pasé las dos últimas semanas en el invernadero 15 las horas posteriores a cada comida. De haberme dejado allí toda la jornada, todos los días, casi seguro que habría renunciado.
Faltaba un día para el último día del tercer mes, Joan Rossa, uno de los hijos del dueño me dijo “gracias, mañana es tu último día de trabajo”. No sabía si lagrimear de tristeza o de alivio. Hice números en mi cabeza y sí, sí alcanzaba. Incluso sobraba dinero que podría entregar a mi madre y mis hermanos para contribuir con los gastos de luz, agua, gas e internet.
Dos filipinos, Ernesto y otro de más edad -tranquilamente podría tener 45 años-, salieron raudos tras de mí. “Nos acabamos de enterar, el Joan te echó ¿cierto?”. Nada de eso había sucedido, les detallé que mi contrato no era de largo plazo y que iba según la cantidad de trabajo que hubiese en Cultius Rossa. Ernesto me dijo “tío” como 5 veces mientras decía unas frases que no lograba entender con exactitud.
Al final me dio un abrazo y sentí sincera su despedida, el otro, una especie de Mario Bros asiático, me dio la mano con firmeza y agregó “buen viaje”. Por alguna razón supe que no estaba siendo literal, se refería a que me vaya bien en lo que continúe de mi vida. Tenía ganas de decirle “arigato” pero me contuve, mi inconsciente intentaba romper con bromas de niño de primaria en ese instante, a todas luces, de adiós.
Salí hasta Travessia Can Maresme, la calle que conecta lo que sería por un día más mi centro laboral, con el centro de Premià, que yo conocía algo mejor. Esa sinuosa calle la tenía bien vista, me había familiarizado tanto con los grafitis, los comercios en el mismo lugar de siempre, los botes de basura intactos cada mañana y parcialmente llenos cada tarde cuando hacía la ruta de regreso.
Luego bajé por Torrente Canari, sentía mi cuerpo balancearse de manera leve hacia adelante por la gravedad. Me crucé con una madre que llevaba un coche, miraba hacia adelante mientras expulsaba una bocanada de humo, la mano izquierda empujaba a un bebé de aproximadamente 6 meses y la derecha apretujaba un cigarro. Giré a ver mientras se marchaba y recordaba que esa escena sería algo difícil de hallar en mi país.
¿Qué coño habrá querido decir Ernesto? De hecho que eran buenos augurios, buenos deseos, quizás me dijo algún ritual para volver a encontrar trabajo, ¡cómo saber su nivel de filipino!, no, no tengo nivel en idioma filipino. Mientras lo recordaba, me di cuenta que nunca le pregunté cómo se dice alguna frase o palabra emblemática en su idioma. ¿Cómo se dirá “gracias amigo” en filipino? Nunca lo sabré.
Me encarrilé en la calle Enric Granados y decidí que andaría de frente sin voltear hasta estar muy cerca de casa. El bar Montevideo, tiendas de ropa deportiva y de bebés, verdulerías, bares, la peluquería del marroquí que me pela cada mes, un supermercado perteneciente a la red Profis y allí me detuve. Todo hito laboral había que celebrarlo y los “no vas más” también.
Ingresé a Profis y el aire acondicionado me dio la bienvenida. Casi cojo gripe en ese instante por la bocanada fría que me traspasó. Una vez dentro, busqué un vino, me llamó la atención un Marqués de Griñón que estaba de oferta, lo cogí y lo puse bajo el brazo mientras me dirigía a la caixa a pagarlo.
Al salir descubrí en la esquina un bar nunca antes visto, tenía personas y algo de actividad dentro. Estaba a dos calles y media de casa y nunca había entrado, tampoco pensaba entrar en ese instante, pero al bajar por Carrer de la Marina supe que conocía muy poco de Premià de Mar, esa entrañable tierra que me llevaba acogiendo poco más de medio año.
Otro bar, Las moras, ese sí lo conocía pero tampoco había entrado. La Gran Vía me esperaba para el tramo final, la avenida más transitada por mí y mi familia, disminuí la velocidad. Luego de pasar por una calle nueva, en un momento inesperado, sientes que tu cerebro sufre un ligero cambio, algo nuevo se almacena allí dentro, datos, imágenes, olores que antes no había notado.
Como toda bruja, tan solo verme, mi madre sospechó que algo había sucedido, al ver que sacaba el vino, supo que algo me había sucedido a mí. Luego de contarle que no seguiría más en el invernadero lanzó un improperio contra toda la familia y futura descendencia de los Rossa, luego se calmó y dijo que estaba bien, que había visto cómo me había costado afiatarme a esa rutina. Que ya había sido suficiente. Me abrazó, no sin antes derramar una lágrima muy peruana y luego me envió a la ducha porque la merienda estaba casi lista.
El último día fue sólo un trámite, no estuve en el invernadero 15, me despedí de todos los filipinos esta vez, Ernesto y Mario Bros estaban más sonrientes que la tarde anterior. Al fin y al cabo, el pueblo es chico, nos volveríamos a ver por alguna calle, en algún momento de algún sábado o algún domingo, que es cuando ellos preferían salir a desconectar del trabajo y olvidar que existe el invernadero 15.
Cobré lo que debía, al menos eso decía mi saldo en la cuenta bancaria de La Caixa. Por mi parte comenzó la cuenta regresiva para el vuelo de Micaela. Mi hermana había logrado con su jefe tramitar un contrato de trabajo para ella y estábamos a la espera de la respuesta en el consulado. De salir afirmativo, tocaba hacer las maletas.
Antes de entrar a la ducha, mientras me desvestía, puse la radio y sonaba “Nunca el tiempo es perdido” de Manolo García. Yo me di cuenta que, además, nunca el tiempo es de uno.
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