martes, marzo 09, 2021

En la planta de tus pies. Capítulo 4.

 


4. Ojeras secas

Una noche antes, Micaela y yo fuimos a comprar chocolates y galletas con crema, de las que volvían loca a mi madre y la hacían pecar olvidando su colesterol alto. Luego la amenacé diciéndole que ella debía elegir el lugar donde beberíamos un último café y ella accedió con el alma hundida y pensativa en el día siguiente. Fuimos a casa y mi padre, cual Magdalena, andaba viendo televisión con un pañuelo mientras yo me preguntaba si acaso nunca iba a volver o el avión se iba a caer. Llenaba de ironía el interior de mi parietal para quitarle dramatismo a la situación. Tras una charla entre los tres, papá se tranquilizó, se limpió los mocos con firmeza y entró a la cocina a prepararse una manzanilla.

- Vamos Lokita, ya es tarde –falso, eran las 8:30 pm. pero quería dormir pronto para guardar en la maleta lo que faltaba.

- Sí, vamos. Hasta mañana señor, que descanse, nos vemos mañana.

- Hasta mañana Micaela, saludos por tu casa, a tu madre, esa mujer trabajadora que los ha sacado adelante y que…

- ¡Ya papá, ya vengo!

Mi padre estaba por soltar uno de sus sermones sobre el sacrificio familiar, un tema que él nunca dominaría dado su sorprendente conformismo en todos los años que lo conocí, que comprende desde mi nacimiento.

La llegada a casa de Micaela fue lo peor, tuve que entrar a despedirme de su madre, ni Pilatos lo habría hecho mejor, un beso y un abrazo sellaban el adiós, sus hermanos eran un trámite agradable, pasaban de todo, mucho más de mí, creo que mientras veían su telenovela de turno se imaginaban que a la noche siguiente iba a volver como todas las noches a buscar a mi niña de nariz perfecta.

Pero no, Lokita me cogió del brazo, puso la cabeza hacia un lado sin llegar a tocar mi hombro y me llevó hasta el portal, pasamos por el jardín donde comenzaron nuestras primeras caricias libidinosas y donde el inicio de la mandada al diablo de su virginidad se hizo real.

Lloró un par de minutos luego me dijo que me vaya, le hice caso, como pocas veces hacía, como dándole un salvoconducto nocturno para el

desfogue de su pena y me fui abrazándola duro y susurrándole al oído lo bien que estaríamos en España, en la ciudad de mi vida, en las sendas de Gaudí.

A la noche siguiente, en la estación de bus, mi padre ya había desfallecido en llanto, yo no me había roto aún, Micaela había sollozado todo lo que debió sollozar la noche anterior y en ese momento la tranquilidad y la confianza en lo que sentíamos la habían conquistado, ambos sabíamos que no era un adiós eterno, ella ya tenía dotes de bruja, más de las que yo me imaginaba, más de las que incluso ella creía. En algunas oportunidades podía controlar el desdoblamiento de su alma por las calles cercanas en noches de profundo sueño corporal.

Estuvieron allí Miguel y Chela, mi mejor amigo y su novia, me conmovía verlos conmovidos pero luego no me sorprendía verlos sorprendidos porque Micaela estaba muy tranquila. Abracé a mi padre, luego cogí la maleta de mano, le di un piquito a mi novia y con la mano derecha le hice adiós.

- Hasta dentro de poco mi amor, ya verás.

- Chau mi Santi, mi niño hermoso.

Sentado en mi lugar, la luna comenzaba a empañarse a través del cristal de la ventana y al ver a ese grupo que fue a despedirse mi valentía se fue a la mierda, mi plan de ida y recogida de mi novia para tenerla pronto a mi lado se derritió en la sal de mis lágrimas. Por alguna razón, pasé de ser un adolescente llorón que rozaba la más pura sensibilidad femenina a ser un tipo de llanto difícil, escondido, a la espera de la soledad y los ambientes oscuros.

Un niño que perdió la navidad comenzó a dolerse en mi pecho, en mis pupilas, una Antártida se arrancaba de raíz y se clavaba en mi alma de cartón. Era curioso, un viaje largo incluye la misma sensación de morir, no sabes cuándo volverás a ver a los que te echan de menos, la ciudad que dejaba es una ciudad que nunca más volvería a ser la que encuentre en futuras vueltas vacacionales. Sabía que iba a Barcelona a ser completo, a ser escritor, la angustia se confundía con el miedo y daban como resultado una incertidumbre inmensa, que me apretaba el cuello como una chaqueta de invierno una talla menor a la mía, no ahorcaba pero generaba algo de pánico.

Iba a escribir las páginas que le faltaban a mi vida, a incluir las hojas principales, porque esa ciudad lo era todo y lo sabía sin siquiera haber sentido el sabor de su mar en mi lengua, en mi piel. Creía que Barcelona era una ciudad, allá descubriría que es una mujer, fiel y mentirosa a la vez, fiel a sus mentiras pero mentirosa conmigo. Por eso la iba a amar sin condiciones, hasta el último puto día de mi vida, hasta el último sacrosanto instante de mi puta vida.

No buscaba el cielo, el cielo no existe, es el simple mar reflejado allá arriba, buscaba una calle cuyo nombre no conocía y anhelaba encontrar rostros que mi inconsciente ya abocetaba. Iba por Bryce y Vargas Llosa, iba a encontrarme en un lugar cuyas raíces desconocía totalmente, iba a que Barna y la Gran Vía de Les Corts Catalanes me quieran de manera pródiga.

Atrás quedaban mi Trujillo de toda la vida, una ciudad que entonces nadie había acribillado y que le pertenecía a los trujillanos y que en buena parte le pertenecía a algunos apristas mafiosos que se lotizaban los terrenos de la ciudad de la marinera con puerto salaverrino flojo y casi nada internacional.

Los ojales de mi cara languidecían rememorando mi cine Primavera, mi jirón Pizarro con heladería La Selecta a donde nos llevaba mi padre en domingos de tregua cuando no se odiaba con mi madre y simulaban haberse casado por amor, con amor, sin mancha. Un Trujillo que podría ser una Sevilla de hace 40 años atrás, con techos árabes y ventanas coloniales, casonas de altas paredes e iglesias con curas españoles que llegaban hasta esta tierra que ahora veía pasar rápido por la ventana hacia mi espalda. Si la ciudad me hablase, ¿qué me diría? Probablemente no dijese nada, yo no era un tipo agradable con quien hablar, aún arrastraba un tartamudeo de herencia púber y una timidez digna de un ser que no se acostumbra a la gente ni al montón.

El bus termina de correr por las venas céntricas de la urbe, superó la periferia y desembocó en la Panamericana Norte, de donde nunca se despegaría hasta llegar a Lima. Cientos de kilómetros de puro desierto y mis ojos comienzan a traicionarme y por más que intento reconfortarme pensando en que me reencontraré con mamá, Pao y Adrián, lo más cercano en el tiempo es el instante que se acaba de ir dejando su estela y su luz. Lloro sin querer pero luego lagrimeo queriendo que todo el viaje pase ya.

Un sonido de papel que crepita en el bolsillo posterior derecho de mis vaqueros me avisa que algo se arruga. Meto dos dedos y sale una carta: Para mi Santi de mi corazón.

Me pregunto si al leerla querré parar al conductor para decirle que me bajo en la boca del lobo y me regreso caminando en medio del desierto. Decido leerla al llegar a Lima.

Pero el amanecer en Lima es grotesco, como toda la ciudad, en el hotel duermo como si escapar de la realidad fuese una consigna, cuando me doy cuenta ya estoy en la puerta de embarque de KLM rumbo a Amsterdam, llamo de un teléfono público a Micaela, balbucea un Te amo Santiago, hablaremos todos los días, prometémelo y yo se lo prometo sin pensarlo, porque esa niña se merece mil promesas juntas y aunque haya dicho que nunca me dará un hijo porque mejor es adoptar, lo vuelvo a prometer, y porque lo de los niños, éso, en ese momento, no interesaba.

Me jodí, tanto dormir me deparaba un largo viaje despierto, los asientos de los aviones son confabulaciones contra la espalda, traiciones a los nervios y a las articulaciones, los asientos de los aviones los diseñó la Santa Inquisición, madre mía y encima pagué como 900 euros por no dormir bien. Varios holandeses bronceados argumentaban en su idioma cuál era la playa más alucinante, Aruba, Bonaire y hasta un Punta Sal logré distinguir desde mis oídos en mi asiento.

La escala en el Schiphol de Ámsterdam fue lunática, no por loca, pero sí porque los pasillos eran interminables, aquí adentro vive gente por años, pienso mientras llevo mi maleta de mano rumbo a mi puerta de embarque que por el plano que miré debe estar situada en el otro extremo de la capital holandesa, seguro hasta crucé por sobre el Barrio Rojo y ni me enteré.

En el vuelo a Barcelona pido un vaso de vino y recibo una botella cuyo contenido no me acabaría en siglos, tengo cabeza de pollo y me mareo al instante, meto la botella en el bolsillo y me voy al baño, vacío el contenido hasta la última gota y todo ese líquido rojo cayendo me dice que estamos cerca del Penedés, con esos viñedos de ensueño y ese sabor mediterráneo.

Al rato, el avión se estremece al tiempo que las ruedas aguantan la caída, amortiguada con destreza por el piloto que habla en inglés, castellano y catalán. Benvingut Barcelona a mi vida.

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