lunes, marzo 29, 2021

En la planta de tus pies. Capítulo 6

Novela En la planta de tus pies

 6. Ojeras secas que no pisan tierra

Nunca me había sentido tan fuera de lugar, tan a destiempo, ni tan antisocial, como me sentí ese primer mes en Premià de Mar y en Barcelona. El salado modo de hablar de la gente y su particular seseo, ése que tanto escuchaba cuando veía Antena 3 o TVE por el cable en mi casa de Trujillo, me aturdían por momentos. Durante esos treinta primeros días no logré llegar corporalmente del todo a mi nueva ciudad. Era como si muchas partículas de mi cuerpo fueron llegando de a pocos por las noches y eso me hacía sentir incompleto. Me preguntaba si diminutas y finísimas capas de mi piel se habían quedado en los jerséis de Micaela y eso generaba un desequilibrio físico. Me devoraba la idea de que su jefe ya haya comenzado a cortejarla a sabiendas que yo ya estaba en España, Micaela tenía la delicadeza de una flor del paraíso y la nariz de una simetría única. Varias veces le preguntaron a qué cirujano había ido a operarse y ella, entre ofendida y orgullosa respondía, “esta nariz la heredé de mi madre, no hay cirujano que pueda hacerla”.

Con la ropa que mi madre y mis hermanos me compraron, para no usar la que traje y no parecer un personaje traído del pasado, salía al supermercado, al correo a mandar cartas a Micaela, a comprar el periódico los domingos o los días que habían suplementos interesantes, o simplemente a ver hasta donde chocaban los límites de ese ajuntament.

Pensaba que nada era completo en esta vida, ahora ya estaba con mi familia nuclear, y aunque eran lo que más quería en el mundo, siempre supe que hasta entonces no había encontrado la mejor forma de amarlos, tomaría mucho tiempo para que eso suceda.

La incómoda situación de recibir unos euros de ellos para “mis gastos”, mientras buscaba trabajo, comenzaba a hacerse angustiante día a día aunque ellos nunca me demostraron molestia alguna, sentía que mis hermanos menores me trataban como a su hijo. Ya habían pasado por eso.

Mi hermano trabajaba en una fábrica de partes de motos, mi hermana en una cadena de hoteles y mi madre en labores de limpieza en dos casas de familias acomodadas en Premià de Dalt, la zona alta, la zona de las torres, con una vista privilegiada al mar por un lado y a la montaña por el otro.

Allí tiene su casa el entonces admirado Jordi Pujol y allí residía también Ernest, un anciano que vivía solo, con su hijo y nietos en la casa de al lado, esperando que fallezca para quedarse con su hermosa vivienda de Cami de Can Creus. Mi madre cuidó a Ernest como si fuese su propio padre, lo mimó con el cariño que no le pudo prodigar a mi abuelo Pablo, de quien se despidió hacía 10 años, antes de partir a esta tierra, y a quien solo pudo llorar abrazada a su almohada cuando se enteró que falleció sin compañía, tras caer, golpearse la cabeza y morir en el acto. No pudo viajar a Perú a despedirse de él, esa herida nunca cerraría.

Mamá es el personaje más suave que he conocido en este mundo, daría para escribir una novela de ella. Pero para novelas la que ya estaba viviendo en esta ciudad de junto al mar.

Un día Micaela me dice que todos los días, antes de partir a trabajar, ella se conectaría a Internet para poder conversar por webcam, se levantaría a las 5:00 am. para comunicarnos durante una hora, a las 6:00 se iría a la ducha y luego al trabajo a las 7:00 am. Me pareció sacrificado de su parte, aunque de por sí ella solía madrugar, ahora tendría que madrugar más aún. ¿Por qué lo hacía? ¿Para que yo sepa que se iba a dormir temprano? ¿Me extrañaba tanto como yo a ella? ¿Para animarme en mi búsqueda de trabajo? Sea como fuere, lo hizo, no faltó a ninguna cita, las pupilas de sus faros relucientes denotaban unas ojeras madrugadoras llenas de ternura, su carita de niña dulce recién caída de la mano y con rostro cariacontecido desprendían un aire de ingenuidad adorable.

“¿Ya mandaste tu hoja de vida a alguna empresa periodística? ¿Por qué no te tienes fe? Siempre has escrito muy bien, eras el mejor de la clase en redacción, y quizás el mejor de toda la facultad”.

Yo decía que sí, me encogía de hombros y agregaba que ya me llamarían, pero que no es fácil pues hay muchos profesionales calificados, mientras que a mí no me conocía nadie. La verdad es que no sólo había mandado por correo electrónico mi currículum vitae a medios escritos, además envié a radios, canales de televisión, webs y cualquier institución parecida a un medio de comunicación, pero lo cierto es que un inmigrante recién llegado no tiene cómo demostrar que tiene estudios, ni escolares, ni universitarios ni de nada. Eso lo supe cuando llegué, me di cuenta que sin papeles que certifiquen estudios yo era prácticamente un analfabeto y que de momento sólo podía aspirar a algún oficio o trabajo manual.

Todas esas pequeñas penurias se las iba contando a Micaela cada mañana pero nunca a mi madre a mis hermanos, siempre tuve más confianza con mis amigos más íntimos o con mi novia que con mi familia. Sentía que sufrirían con eso y yo no quería eso. Mi novia, la más optimista del planeta decía que yo conseguiría algo. “Me da igual, si tengo que trabajar limpiando los baños del Metro por las noches lo hago, necesito dinero para comprar tu billete y tus trámites en la embajada de Lima, pero debo conseguir traerte”.

Un amigo mío ofreció hacerle un contrato de trabajo a mi chica, pero el papeleo tardaría, ese lapso serviría para que yo labore en cualquier lugar y conseguir el dinero que necesitaba. Todas las semanas cogía La Clau, un suplemento de la comarca con avisos clasificados de todo tipo. Mi hermano encontró su trabajo en esa pequeña revista rebosante de información.

Fue un viernes, Micaela se conectó a las cinco de la mañana como siempre, hora peruana, once de la mañana hora española, una hora menos en Canarias y comenzamos a charlar. Ya no soporté, mi cabeza latía con la idea de traerla, de trabajar, de aportar con los gastos en casa, de conseguir para su billete, de darle un dinero para sus gastos de trámites en Lima.

Como un niño sin sueños, comencé a lagrimear frente al ordenador, apagué la lámpara que estaba en el escritorio para que no me vea, ella hizo lo mismo con la suya, ambos intuíamos lo mismo.

- Santi, ambos sabíamos que iba a ser difícil.

- Ya pero hay días como hoy…

- Sí, y cuando esté allá sucederá igual, te necesitaré porque echaré de menos a mi familia.

- Y yo te necesito porque no estoy completo aquí. ¿Tu jefe no te fastidia no?

- ¿Y qué más daría si me fastidia? Yo soy tuya y nunca me he fijado en nadie, no me interesa.

- Ya pero igual, tu jefe que es el jefe de recursos humanos de la cervecera te echó el ojo. - Luego la oigo sonreír.

- Hace tiempo no te ponías celoso pero parece que sigues sin darte cuenta que esta hora es la única hora del día en que podemos hablar. Cuando salgo del trabajo allá es medianoche.

- La próxima semana si quieres duerme una hora más y yo me quedo una hora más a medianoche para conversar.

- Como quieras mi niño hermoso

- No soy hermoso, nunca lo he sido, ni nunca lo seré.

Quise besar la pantalla y morderme los labios, pero pensar en eso me dolía a mí, una leve intensidad se clavaba en mi garganta y bajaba hasta el esternón, era la pena.

- Yo te veo lindo mi niño, deja de llorar y prende la lámpara.

- Vale, pero sólo si tú haces lo mismo..

- Ah mira, ya sabes decir “vale” –y una carcajada rompió la tristeza que por largo rato se había instalado en la videollamada. Entendí que una de las causas por las que me lancé a besarla hace dos años atrás fue que Micaela reía de manera diáfana, nunca sonreía por compromiso, nunca habría sonreído por diplomacia.

- Se me ha pegado, pero a partir de ahora, por tu culpa, por reírte de mi “vale” ya no lo diré, sólo diré OK.

- No te creo, además está bien que vayas cogiendo esas palabras y frases tan españolas, así te integras.

- Mira, no sigas, que de alienado nunca he tenido un pelo.

- Tú te tienes que adaptar al país, no el país a ti.

- Pero si eso te lo dije yo, antes de venir.

- Pero se ve que no lo aplicas.

Micaela distendió la charla, me dejó claro que era el amor de su vida, que aquí o en Perú o en la luna, ella siempre iba a estar conmigo, me iba a acompañar, sería mi sombra blanca, y yo me sentía mejor. Demás está decir que tras la dramática plática con Micaela una corriente de paz invadió mis venas, luego ella puso un tema de Alejandro Sanz, ese cantante que era la maldición que yo dejaba en las chicas que habían sido mis novias, mi devoción a su música y su arte eran algo que no sólo las había marcado, además había trascendido en las demás promociones de la facultad.

Fui el único que se gastó una fortuna, porque para un universitario ir hasta Lima, pagarse billetes de bus, comprar entradas en un lugar semiprivilegiado del concierto “El alma al aire” y cubrir toda la estadía en la capital, éso era una fortuna. Acompañada a la fama de mi gusto por la música del cantante madrileño un par de machitos me acusó de ser un poco “hembrita” porque sólo a las chicas se les podía entender el apego a los temas de Sanz pero a un chico no. Siempre me importó un rábano podrido lo que dijeran cuatro catetos.

Relamí la última lágrima y fui a mi cuarto a volver a revisar la última Clau. En una esquina había un aviso:

Invernadero buscar personal por aumento de producción. Presentarse el lunes en el polígono Puig.

lunes, marzo 15, 2021

En la planta de tus pies. Capítulo 5.

5. Llegar sin que ella lo sepa

novela En la planta de tus pies
Cielos sin geometría en Barcelona.

Llegué sin valor, lo dejé en el asiento, bajo la manta, junto a la ventanilla que se había quedado allí mirando al mar Mediterráneo, ese azulado ser viviente que sólo mira la ciudad y que se limita a darle alma, como si eso fuese poco. De modo que bajé con las maletas para que me las arranchen mi madre Flo, mi hermana Paula y mi hermano Marco. Sólo les faltaba saltar pero su semblante antilatino se limitó a emocionarles con lágrimas y besos mil.

Barcelona no se daba cuenta que había llegado, era solo un brote de rocío en su espalda, en su nuca, por eso no se enteraba de nada, no supo decirme “buenos días corazón”, y calló porque aún no me conocía. Yo estaba en el aire aún, mi esencia iría llegando de a pocos, el teletransporte del alma no es tan sencillo, cuesta, tiene su proceso, seguía abrazado a Micaela, y ella no me soltaba. Sin angustia, con esperanza, una estela cósmica se arrastraba hasta el Airbus de KLM.

Las lágrimas de mamá con sabor eterno y los apapachos de mis hermanos me encogieron, parecía el benjamín de la familia, el menor de todos, estaba apabullado de cariño. Mi familia tenía la capacidad de hacerme sentir muy grande o muy niño, siempre todo fue bipolar, como yo. En realidad yo todo lo recibo bipolarmente, o muy bien o muy mal, lo que implica una cruz bastante jodida, mi utopía era el equilibrio, aunque nada se sentía mejor que caer porque te lanzaste y no porque te empujaron.

Añoraba la mejilla de bizcocho de mi hermana, la navidad de mamá y la chispa de barrio de mi cholo, aunque nunca hemos sido unidos, siempre ha servido de colchón estar juntos.

- ¿Qué hacemos en este país?- pregunto con sorna

- Trabajando mucho mi amor, ¿fue pesado tu viaje, comiste algo? ¡Traes una cara!- sentencia mamá.

- ¿Ya comenzamos Flo? Si me vas a tratar así me iré ni bien llegue eh.

- ¿Y cómo se quedó mi padre, Santi?

- Llorando a mares delante de todos.

- Si así hubiese sido siempre quizás ni estuviésemos aquí- apunta Marco.

- Ya, pero ahora estamos todos aquí y él está allá solo.

Flo hace un gesto de lástima y de fastidio a la vez, sólo ella puede generar esos mohines con doble mensaje, he llevado años intentando descifrarlos, cuando estaba enfadada yo juraba que estaba preocupada, y viceversa, nunca acertaba, por lo cual varias recibía respuestas sorprendentes.

Cogemos el tren y mientras conversamos la conversación que se le conversa a un recién llegado, yo, como siempre, sea bus, tren, avión, tomo asiento pegado a la ventanilla viendo a ver si Barcelona ya me vio, pero nada. La miro yo, con detalle e insomnio, con delicadeza, es hermosa, tiene ese algo y muchos algos más que luego me envolverán para siempre.

Mi padre siempre será una asignatura pendiente para todos, una herencia clavada en el recuerdo, una zanja en los buenos hábitos y una piedrita pequeña pero que molesta la punta de los dedos al caminar. Es más que los genes que compartimos.

Propera parada L’Hospitalet de Llobregat, dice por los altavoces una mujer con voz de sonriente narradora de noticias y algunos comienzan a envolver revistas, diarios y a colgar de sus hombros oscuros bolsos. Música de Mozart se escurría por las paredes internas del vagón, notas que se entibiaban al chocar con la calefacción y daban una sensación de comodidad a los que tienen buen gusto. Al llegar a un lugar es inevitable comparar, uno se la pasa contrastando lugares, calles, palabras, sonidos y sabores, del Perú sólo añoraba a las personas, de momento.

Marco se para con una de mis maletas en la mano y se acerca a la puerta, con un hombro nos dice que vayamos, la próxima parada es Plaça Catalunya y allí creo que Barcelona sí se dará cuenta de mí, pienso. Todos bajamos raudamente, nosotros y decenas y decenas de viajeros buscan la garganta de salida de la Renfe. Los comercios transcurren a su ritmo, nadie se ha percatado de mi llegada, me da igual, sólo que ella me sienta entrar en su aire me bastará. Finalmente las escaleras eléctricas me llevan en un travelling diagonal hasta el suelo de cemento cardiaco de la plaza más encontrada de la ciudad condal. Y allí, por un instante, sentí que Barcelona me miró de reojo.

Los detalles, que envolvían ese cuadrilátero irregular y surrealista rodeado de historias convertidas en edificios, eran alucinantes. Caminamos hasta el Café Zurich, y lo que quiero es leer los diarios, curiosamente encuentro titulares en alemán, francés e italiano, toda la prensa europea se acurrucaba en delgados estantes de metal en el inicio de la garganta de La Rambla. Buscamos un restaurante para comer algo, unas rubias inglesas sonríen con efervescencia londinense y no se enteran que yo las miraba absorto. Todo es nuevo, me siento como una cámara fotográfica que quiere captar escena tras escena de su llegada a ese lugar, del cual nunca podrá escapar aunque se mude. Pero en ese momento no podía ni imaginarlo.

Brindamos con zumos y fanta, el sol brillaba en los botellines de las bebidas pero más brillaban nuestras sonrisas de alegría, las pupilas de mi madre irradiaban plenitud y yo quería llegar al piso para llamar a Micaela y decirle que he salido vivo del viaje de 16 horas que realicé, incluido el puente aéreo.

Volvemos a tomar el tren de Rodalies y la mitad del viaje es sólo playa, el tren se desliza sobre las olas, prácticamente, me pregunto si esto es verdad, los catalanes sí que desafían al mar. Badalona, Montgat, Masnou, palabras que suenan extrañas pero divertidas, sobre todo Montgat, suena como el nombre de un juego para niños de barrio y recuerdo que hace un par de días estuve en mi barrio y el jet lag me pasa factura.

No muy erguidas parejas de jubilados caminaban por la playa, raudos ciclistas pedaleaban con cautela entre los viandantes y una niña de cabello muy claro caminaba sin coger a sus padres de la mano. Por alguna razón, de rato en rato yo giro para ver la distancia a la que la vigilan, cuando intento saber finalmente qué pasó el borde de la ventana del tren cierra el telón de ese cuadro playero.

Bajamos en una estación muy pegadita al mar, más aún que las anteriores, yo llevaba una maleta grande mientras mis hermanos y mi madre me ayudaban con las otras. Fue cuando me concentraba en comenzar a bajar con cuidado las escaleras que llevaban al pasadizo subterráneo que sentí cómo pequeñas gotas del Mar Mediterráneo

salpicaban sobre mi frente, esa agua me iba a acompañar por varios años, a diferencia del mar de Huanchaco al que nunca sentí mi aliado. El Océano Pacífico nunca tuvo paz en su oleaje y si a eso le sumamos que nunca aprendí a nadar, tenemos los dos grandes requisitos que hacían de mí un bañista imposible.

Había llegado a Premià de Mar, finalmente conocía ese pueblo al que siempre dirigía las cartas que enviaba a mamá, cruzamos la autopista y una prolongada vereda subía varias calles hasta perderse entra las ramas de los árboles que flanqueaban la ruta. El tacatá-tacatá de las ruedas de las maletas era la monótona banda sonora que acompañó mi llegada, gente totalmente distinta a mí, con la piel más clara aún y chaquetas generosas en calor desfilaba entrando y saliendo de bares y cafés en la Riera, así se llamaba esa calle tobogán.

La subida fue corta, 6 calles pequeñas y ya estábamos en la Gran Vía y allí es cuando mi madre se detiene, mira un edificio de color beige y me dice, “hijo, en el tercero está tu casa, contigo estamos completos”, y cuando culminó esa frase no recordé a mi padre pero sí a Micaela. No supe si sonreír, o sentir vergüenza después por haber olvidado a papá o sentir nostalgia por añorar la llegada de mi novia. Mientras pensaba y sonreía para que mamá sienta que su frase me caló, me caló pero no cómo ella esperaría, cruzo la pista mientras un auto baja la velocidad para que yo pueda andar sin pausa, qué agradable sorpresa saber que aquí sí respetan a los peatones.

En casa había jamón serrano, aceita de oliva, cava y un pastel. La revolución gastronómica de mi día había comenzado de golpe, disfrutamos de la comida, fui abriendo las maletas con las cosas que me habían pedido, la mesa principal y la de centro resaltaban con los coloridos empaques de chocolates y golosinas que mi familia me había pedido traer en lista. Felices disfrutaban de esos sabores de su infancia. Prendí la tele y busqué los canales catalanes, quería comenzar con mi adaptación lingüística ipsofacto, no pude, no me dejaron. “Santi, ¿cómo se quedó mi papá? Llorando seguro”. Se quedó llorando como un niño, les conté los detalles de esa última despedida y se apenaron, en el fondo no, un poco más, en el sobrefondo, todos queremos a papá, sólo que nunca entendimos algunas de las cosas que hizo.

El resto de la noche fue una peruanísima charla, todos deseaban cómo estaba la economía y la política del país, ávidos me escuchaban los tres, mi madre me daba la razón en todo, mi hermano me daba la contra y mi hermana intentaba conciliar sin éxito todas las opiniones.

Llamé a Micaela para contarle que el avión no había sido secuestrado y que tampoco había llegado por error a Berlín, la ciudad que me añoraba aún sin conocerme, ella supo que bromeaba para romper el dramatismo de la primera llamada desde ese lado del mundo. Me contó todo lo que había hecho desde que se levantó, esa era su forma de decirme que no me preocupe, que confíe en ella, que siempre me contaría sus pasos. Yo finalicé la llamada asegurándole que al día siguiente iba a ver la forma de conseguirle un contrato de trabajo para que pueda estar conmigo lo más pronto posible.

Plenos de tanto comer, ordené la ropa abrigadora en el armario de mi nueva habitación, vendría más frío aún y sabía que esos jerséis y vaqueros que traje no iban a protegerme del frío barcelonés. Pasé de vivir de una ciudad con temperaturas de invierno de 16° a una donde en los días álgidos se podía llegar a -2.

Estuve hasta las 3 de la madrugada sin pegar pestañas, el jet lag, la incertidumbre del éxito o fracaso en este nuevo lugar, la nostalgia por Micaela, fueron algunas de las mareas que hacían naufragar mi equilibrio. A pesar de todo llegué a una conclusión, muchos darían lo que fuese por estar en Barcelona y respirar todos los días de esta ciudad que parece reinventarse cada día y en la que daba igual cuánto tiempo me quede o cuán bien pudiese hablar el catalán, siempre sería un extranjero.

“BAR-CE-LO-NA”, pronuncié en mi habitación, como si quisiera recibir alguna respuesta, como si se tratase de una mujer a la que primero le susurraba desde lejos pero a la que ahora la miro a los ojos porque ya la tengo frente a mí. Mi vida no estaba acostumbrada a la felicidad pero esta vida tenía a favor la sorpresa de descubrir cómo iban a ser los días, las semanas y los meses posteriores. Ya correspondía centrarse en la primera tarea, buscar trabajo.

Antes de acostarme salí de mi habitación y fui a la sala, me asomé a la terraza y sentí el fresquito de la madrugada, había pocas estrellas pero la luna estaba colgada allá arriba, a veces la encontraba sin buscarla, a veces la buscaba y nunca estaba, no era de ver en el calendario los cuartos menguantes ni crecientes, había noches que simplemente debía estar allí. Desde que vi la luna más bella de mi vida, una perfecta esfera del tamaño de una casa, allá sobre la lejana vivienda serrana de mis abuelos en las montañas andinas de Cajamarca, desde entonces supe que mi vida iba a ser la permanente búsqueda de mi Luna, de esa mujer que me iba a acompañar todas las noches. En ese entonces mi Luna estaba a miles de kilómetros y 7 horas más atrasada que la hora de España. Vi que Premià dormía, ni un alma pasaba por la calle, volví a ver a la Luna, y la vi más menguante aún, pero con un matiz dorado… o rubio.

martes, marzo 09, 2021

En la planta de tus pies. Capítulo 4.

 


4. Ojeras secas

Una noche antes, Micaela y yo fuimos a comprar chocolates y galletas con crema, de las que volvían loca a mi madre y la hacían pecar olvidando su colesterol alto. Luego la amenacé diciéndole que ella debía elegir el lugar donde beberíamos un último café y ella accedió con el alma hundida y pensativa en el día siguiente. Fuimos a casa y mi padre, cual Magdalena, andaba viendo televisión con un pañuelo mientras yo me preguntaba si acaso nunca iba a volver o el avión se iba a caer. Llenaba de ironía el interior de mi parietal para quitarle dramatismo a la situación. Tras una charla entre los tres, papá se tranquilizó, se limpió los mocos con firmeza y entró a la cocina a prepararse una manzanilla.

- Vamos Lokita, ya es tarde –falso, eran las 8:30 pm. pero quería dormir pronto para guardar en la maleta lo que faltaba.

- Sí, vamos. Hasta mañana señor, que descanse, nos vemos mañana.

- Hasta mañana Micaela, saludos por tu casa, a tu madre, esa mujer trabajadora que los ha sacado adelante y que…

- ¡Ya papá, ya vengo!

Mi padre estaba por soltar uno de sus sermones sobre el sacrificio familiar, un tema que él nunca dominaría dado su sorprendente conformismo en todos los años que lo conocí, que comprende desde mi nacimiento.

La llegada a casa de Micaela fue lo peor, tuve que entrar a despedirme de su madre, ni Pilatos lo habría hecho mejor, un beso y un abrazo sellaban el adiós, sus hermanos eran un trámite agradable, pasaban de todo, mucho más de mí, creo que mientras veían su telenovela de turno se imaginaban que a la noche siguiente iba a volver como todas las noches a buscar a mi niña de nariz perfecta.

Pero no, Lokita me cogió del brazo, puso la cabeza hacia un lado sin llegar a tocar mi hombro y me llevó hasta el portal, pasamos por el jardín donde comenzaron nuestras primeras caricias libidinosas y donde el inicio de la mandada al diablo de su virginidad se hizo real.

Lloró un par de minutos luego me dijo que me vaya, le hice caso, como pocas veces hacía, como dándole un salvoconducto nocturno para el

desfogue de su pena y me fui abrazándola duro y susurrándole al oído lo bien que estaríamos en España, en la ciudad de mi vida, en las sendas de Gaudí.

A la noche siguiente, en la estación de bus, mi padre ya había desfallecido en llanto, yo no me había roto aún, Micaela había sollozado todo lo que debió sollozar la noche anterior y en ese momento la tranquilidad y la confianza en lo que sentíamos la habían conquistado, ambos sabíamos que no era un adiós eterno, ella ya tenía dotes de bruja, más de las que yo me imaginaba, más de las que incluso ella creía. En algunas oportunidades podía controlar el desdoblamiento de su alma por las calles cercanas en noches de profundo sueño corporal.

Estuvieron allí Miguel y Chela, mi mejor amigo y su novia, me conmovía verlos conmovidos pero luego no me sorprendía verlos sorprendidos porque Micaela estaba muy tranquila. Abracé a mi padre, luego cogí la maleta de mano, le di un piquito a mi novia y con la mano derecha le hice adiós.

- Hasta dentro de poco mi amor, ya verás.

- Chau mi Santi, mi niño hermoso.

Sentado en mi lugar, la luna comenzaba a empañarse a través del cristal de la ventana y al ver a ese grupo que fue a despedirse mi valentía se fue a la mierda, mi plan de ida y recogida de mi novia para tenerla pronto a mi lado se derritió en la sal de mis lágrimas. Por alguna razón, pasé de ser un adolescente llorón que rozaba la más pura sensibilidad femenina a ser un tipo de llanto difícil, escondido, a la espera de la soledad y los ambientes oscuros.

Un niño que perdió la navidad comenzó a dolerse en mi pecho, en mis pupilas, una Antártida se arrancaba de raíz y se clavaba en mi alma de cartón. Era curioso, un viaje largo incluye la misma sensación de morir, no sabes cuándo volverás a ver a los que te echan de menos, la ciudad que dejaba es una ciudad que nunca más volvería a ser la que encuentre en futuras vueltas vacacionales. Sabía que iba a Barcelona a ser completo, a ser escritor, la angustia se confundía con el miedo y daban como resultado una incertidumbre inmensa, que me apretaba el cuello como una chaqueta de invierno una talla menor a la mía, no ahorcaba pero generaba algo de pánico.

Iba a escribir las páginas que le faltaban a mi vida, a incluir las hojas principales, porque esa ciudad lo era todo y lo sabía sin siquiera haber sentido el sabor de su mar en mi lengua, en mi piel. Creía que Barcelona era una ciudad, allá descubriría que es una mujer, fiel y mentirosa a la vez, fiel a sus mentiras pero mentirosa conmigo. Por eso la iba a amar sin condiciones, hasta el último puto día de mi vida, hasta el último sacrosanto instante de mi puta vida.

No buscaba el cielo, el cielo no existe, es el simple mar reflejado allá arriba, buscaba una calle cuyo nombre no conocía y anhelaba encontrar rostros que mi inconsciente ya abocetaba. Iba por Bryce y Vargas Llosa, iba a encontrarme en un lugar cuyas raíces desconocía totalmente, iba a que Barna y la Gran Vía de Les Corts Catalanes me quieran de manera pródiga.

Atrás quedaban mi Trujillo de toda la vida, una ciudad que entonces nadie había acribillado y que le pertenecía a los trujillanos y que en buena parte le pertenecía a algunos apristas mafiosos que se lotizaban los terrenos de la ciudad de la marinera con puerto salaverrino flojo y casi nada internacional.

Los ojales de mi cara languidecían rememorando mi cine Primavera, mi jirón Pizarro con heladería La Selecta a donde nos llevaba mi padre en domingos de tregua cuando no se odiaba con mi madre y simulaban haberse casado por amor, con amor, sin mancha. Un Trujillo que podría ser una Sevilla de hace 40 años atrás, con techos árabes y ventanas coloniales, casonas de altas paredes e iglesias con curas españoles que llegaban hasta esta tierra que ahora veía pasar rápido por la ventana hacia mi espalda. Si la ciudad me hablase, ¿qué me diría? Probablemente no dijese nada, yo no era un tipo agradable con quien hablar, aún arrastraba un tartamudeo de herencia púber y una timidez digna de un ser que no se acostumbra a la gente ni al montón.

El bus termina de correr por las venas céntricas de la urbe, superó la periferia y desembocó en la Panamericana Norte, de donde nunca se despegaría hasta llegar a Lima. Cientos de kilómetros de puro desierto y mis ojos comienzan a traicionarme y por más que intento reconfortarme pensando en que me reencontraré con mamá, Pao y Adrián, lo más cercano en el tiempo es el instante que se acaba de ir dejando su estela y su luz. Lloro sin querer pero luego lagrimeo queriendo que todo el viaje pase ya.

Un sonido de papel que crepita en el bolsillo posterior derecho de mis vaqueros me avisa que algo se arruga. Meto dos dedos y sale una carta: Para mi Santi de mi corazón.

Me pregunto si al leerla querré parar al conductor para decirle que me bajo en la boca del lobo y me regreso caminando en medio del desierto. Decido leerla al llegar a Lima.

Pero el amanecer en Lima es grotesco, como toda la ciudad, en el hotel duermo como si escapar de la realidad fuese una consigna, cuando me doy cuenta ya estoy en la puerta de embarque de KLM rumbo a Amsterdam, llamo de un teléfono público a Micaela, balbucea un Te amo Santiago, hablaremos todos los días, prometémelo y yo se lo prometo sin pensarlo, porque esa niña se merece mil promesas juntas y aunque haya dicho que nunca me dará un hijo porque mejor es adoptar, lo vuelvo a prometer, y porque lo de los niños, éso, en ese momento, no interesaba.

Me jodí, tanto dormir me deparaba un largo viaje despierto, los asientos de los aviones son confabulaciones contra la espalda, traiciones a los nervios y a las articulaciones, los asientos de los aviones los diseñó la Santa Inquisición, madre mía y encima pagué como 900 euros por no dormir bien. Varios holandeses bronceados argumentaban en su idioma cuál era la playa más alucinante, Aruba, Bonaire y hasta un Punta Sal logré distinguir desde mis oídos en mi asiento.

La escala en el Schiphol de Ámsterdam fue lunática, no por loca, pero sí porque los pasillos eran interminables, aquí adentro vive gente por años, pienso mientras llevo mi maleta de mano rumbo a mi puerta de embarque que por el plano que miré debe estar situada en el otro extremo de la capital holandesa, seguro hasta crucé por sobre el Barrio Rojo y ni me enteré.

En el vuelo a Barcelona pido un vaso de vino y recibo una botella cuyo contenido no me acabaría en siglos, tengo cabeza de pollo y me mareo al instante, meto la botella en el bolsillo y me voy al baño, vacío el contenido hasta la última gota y todo ese líquido rojo cayendo me dice que estamos cerca del Penedés, con esos viñedos de ensueño y ese sabor mediterráneo.

Al rato, el avión se estremece al tiempo que las ruedas aguantan la caída, amortiguada con destreza por el piloto que habla en inglés, castellano y catalán. Benvingut Barcelona a mi vida.

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